domingo, 9 de noviembre de 2008

6. Los olores de Babilonia

Walsh detuvo el coche. Abrí la puerta y salí de él.
- ¿Seguro que no quieres que te acompañe a casa?
- Completamente seguro, tengo cosas que hacer por aquí.
- Como quieras, Cooper. ¿Te gustaría asistir mañana a la autopsia?
- No soy poli, Walsh. No puedo ir.
- Eres mi invitado. ¿Qué dices?
- De acuerdo... ¿Llevo algo de comer?
- No, trae cerveza. La carne es gentileza de la familia Andrews.
Eché a andar sin poder reprimir una sonrisa que me agrietó los dedos. Mis labios no estaban acostumbrados a tanto esfuerzo. El coche patrulla me pasó y la noche se llenó de bocinazos que Walsh me dedicaba como salvas de despedida.

Amanecía.
Tenía un mundo de inquietudes en el estómago. Demasiadas cosas habían pasado y tenía demasiado en lo que pensar.
Pero ahora no.
Ya pensaría mañana ante una copa de bourbon y la cabeza despejada.
Me detuve en una farola y me encendí un cigarrillo.
En esos momentos Cora salía de la cafetería. Inició el camino a casa. Aceleré el paso y me coloqué a su altura.
- Buenos días, Cora.
- Cooper - su voz de gata arañó la aurora -. No creí que te volvería a ver.
- Yo tampoco lo creía, pero aquí me tienes.
- ¿Tienes un cigarrillo?
Le di uno y se lo encendí. Aspiró golosa el humo.
- Gracias.
Sus dedos retuvieron unos segundos mi mano.
- Cora, ¿te apetece que vayamos a tomar la última copa de la noche?
- ¿Y la primera del día?
Me rodeó un brazo con el suyo.
De ella emanaban todos los olores de Babilonia.
- Tengo una botella de bourbon en casa - dijo en un susurro -. Esperaba tener compañía para empezarla. ¿Te va bien?
Me miró a los ojos.
Antes de aquella mirada yo no sabía qué era el infinito.


Nota al lector: Cooper se toma un descanso. Y autor y lectores también. Nos vemos en un par de semanas, cuando el responsable de todo esto regrese de unas bien merecidas vacaciones.

domingo, 2 de noviembre de 2008

5. Un cadáver en la niebla III

Nos alejamos del lugar del crimen dejando que los chicos del forense el trabajo de levantar entre seis el cuerpo y entramos en un bar. El dueño, un viejo griego con pinta de tocar más de la cuenta a su nieta de dieciocho años, había abierto de forma excepcional aprovechando la expectación que había provocado en el barrio encontrar un cadáver.
- Buenas noches - dijo Walsh.
- Buenas noches - dijo el griego. - ¿Saben ya qué ha sido? ¿Una foca monje? ¿Un ballenato?
- Una mujer.
- Por la virgen del Pireo... ¿una mujer? A veces la naturaleza es cruel...
- Sí - dije mientras contemplaba su segunda nariz -. No puede imaginar cuanto.
Nos sentamos en un reservado. Walsh pidió un par de coñacs.
- ¿Quieres uno?
- El coñac es bebida de ricos y de maricas. Y de momento no soy ni una cosa ni otra.
Así que pedí un bourbon.

Encendimos un par de cigarrillos.
- No debería meterme aquí estando de servicio, pero la noche es fría y creo que se las podrán apañar sin mí. Ya son mayorcitos.
- ¿Tenéis algún testigo?
- El cadáver lo encontró un viejo que paseaba a su perro. El chucho empezó a mordisquear algo, el amo se acerca pensando que sería una rata o un inmigrante, pero descubre que su adorable perro, campeón tres años consecutivos en el concurso de mascota más cariñosa, se está comiendo las tetas de una muerta. Por eso tiene los mordiscos y uno de los pezones está a punto de caerse.
- ¿Y el otro?
- Se lo tragó.
Walsh tuvo que dejar de hablar para intentar contener las carcajadas.
- Tengo a mis hombres preguntando a los vecinos. Ya sabes, si han visto u oído algo, pero rara vez llega a algún sitio y menos en un barrio como éste. Aquí se oyen ruidos raros cada noche. Y ya no te digo lo que llegan a ver los niños...
- ¿Y los drogatas?
- Estaban aquí cuando hemos llegado, pero no creo que sepa nada. Están tan colgados que no creo que sepan lo que ha pasado. Hemos necesitado media hora para convencerlos de que no éramos los tres cerditos. Y lo único que dicen es que vino el dragón y les llenó la vida de color.
Trajeron las bebidas. Nos las bebimos de un trago y pedimos otras.
- ¿Y tú qué me cuentas?
- ¿Cómo sabíais que era clienta mía?
- Encontramos su bolso . Tenía una agenda con tu nombre y tus honorarios y la anotación "He contratado al detective privado Cooper y ahora soy su clienta favorita. Es un hombre tan serio, pero imagino que es una fachada para proteger su enorme corazón de cachorro... quizá el ser su clienta favorita le ayude a encontrar a su niño interior". ¿Qué te parece?
- Joder... que busquemos al culpable entre los críticos literarios.
- ¿Para qué te contrató?
- Nada importante. Un chantaje de los más vulgares.
- Suena prometedor. Continúa.
- Una carta que desaparece. Contenido que puede comprometer un matrimonio que todo el mundo cree perfecto. Un marido que parece ser demasiado celoso. Una nota de chantaje. Unos chantajistas.
Y una entrega del dinero donde todo sale mal. Pero a Walsh no pensaba mencionarle el incidente del metro.
- Ya... ¿Hasta dónde has llegado?
- Poca cosa. La niebla es demasiado espesa. Pero tengo un par de ideas.
El camarero trajo nuevas bebidas.
Bebimos en silencio.
- Cooper, ¿sabes quien es el chatajista?
- Tengo una idea.
- ¿Crees que el chantajista puede ser el asesino?
- No lo creo. Sería estúpido pensar eso. Un chantajista no suele matar a la gallina de los huevos de oro. Suele cobrar una y otra vez hasta que su victima queda tan seco como un chino en una lavandería, o lo confiesa todo o...
- O mata al chantajista.
- O mata al chantajista - le concedí a Walsh. - Pero este último caso solo se ve en el cine o en las novelas.
- De momento nos centraremos en el marido. Un repentino ataque de cuernos, generaciones de muertos clamando por el honor de la familia... Es tan vulgar como perfectamente posible.
- Puede ser.
Walsh me cogió un cigarrillo y continuó.
- ¿Quieres seguir con el tema del chantaje? De forma extraoficial, claro.
- Claro, no tengo otra cosa que hacer.
- ¿Conocías el nombre del amante?
- Jess.
- ¿Sólo Jess?
- Supongo que no, pero como no pude asistir a su bautizo no conozco el nombre completo.
- Entiendo - Walsh se tiró un pedo amarillo y lastimoso que pedía a gritos que alguien acabara con su sufrimiento. - Venga, acabate el bourbon. Tenemos que volver. No da muy buena impresión que todo un teniente de policía se emborrache en acto de servicio con un detective de segunda fila.
- No sería la primera vez.
Walsh dejó un billete de diez dólares en la mesa. Dejé que por una vez me invitara.

Volvimos al solar justo cuando ocho hombres levantaban el cadáver y lo metían en una ambulancia.
- ¿Por qué tendría algo escrito en la espalda?
- No lo se Cooper. Espero que no estemos delante de un chiflado.
La ambulancia con el cadáver pasó por delante de nosotros.
- Pobre señora Tremayne...
Walsh me miró sin comprender.
- El muerto.
- No se llamaba Tremayne.
- Ya me figuro que no se llamaba Tremayne. Es el nombre que me dio.
- Su verdadero nombre es Ann Cummings. ¿Sabes quién es?
- ¿La esposa del señor Cummings?
- Sí, Cooper. La esposa del señor Cummings. Pero también es la hermana de Ben Andrews, el todopoderoso dueño de la Benet Corporation - Lanzó la colilla al suelo. La aplató con el pie hasta enterrarla en la arena como se entierran en el cerebro los recuerdos de Manila y la mujer del sari. Por primera vez en toda la noche no le oí en la voz ni un asomo de ironía. - Por el bien del asesino espero que lo encontremos nosotros primero.

domingo, 26 de octubre de 2008

5. Un cadáver en la niebla II

El cadáver de la mujer que conocí como Diane Tremayne había sido literalmente follado a puñaladas. El cuerpo estaba boca arriba. Los brazos por encima de la cabeza como una odalisca y las piernas abiertas hasta que los talones rozaban las orejas. Desde el cuello hasta las piernas, su cuerpo no ofrecía un lugar que no hubiera sido perforado. La mayor concentración de heridas se presentaban en el pecho y la entrepierna. Dentro de lo grotesco, la cara casi la habían respetado. Solo le habían partido la nariz hundiéndosela por entero en la cara. Le habían dibujado en la mejilla derecha un "I". La mandíbula aparecía desencajada de tal forma que parecía que encontraba divertida la situación y la lengua la habían clavado con una grapa en mitad de la frente. Pese a las heridas, aun se reconocía la cara de mi antigua cliente en aquel puzzle diseñado por un ciego.

Y en un detalle realmente inquietante le habían puesto en la cabeza unas orejas de burro hechas de felpa.

A primera vista parecía que iba desnuda, lo que podría explicar los vómitos. Pero si uno se fijaba bien y desviaba la atención de los preciosos tobillos de la doctora Monroe, ayudante primera del forense, podía ver que sí iba vestida, pero que su vestido estaba destrozado por las heridas. Eso sí, a ojos y pesadillas de los espectadores, se ofrecían sus rubicundos pechos como sacrificios a la luz de la luna. Sin embargo, a uno le faltaba un pezón y el otro pendía hasta casi rozar el suelo.

- Joder... parece que alguien se lo pasó bien anoche.
- Y eso que no has visto el coño. Se la han follado con un cuchillo.
- ¿Cómo sabes que ha sido con un cuchillo?
- Hablo por hablar, Cooper. Como comprenderás esto no se hace con un ladrillo.
- Lo pillo.
- Lo que no sabemos es si se lo hicieron mientras estaba viva. Sé que hay tías que les gusta meterse cosas raras, mi madre es un buen ejemplo de ello, pero dudo que esto sea un ejercicio de masturbacion extrema.
- ¿Con una sierra?
- O con un hacha de leñador... Tendremos que esperar a la autopsia.
- Quien ha hecho esto es todo un artesano.
- ¿Y mi bocadillo?
Alcé la vista. Walsh recibió su bocadillo. Hablaba y masticaba a la vez y podía ver perfectamente la primera parte de su proceso digestivo.
- ¿Pueden darle la vuelta?
Un par de técnicos, con ayuda de una mula, giraron lentamente el cadáver.
- Hay algo escrito.
- Sí - dijo Walhs -. Nuestros chicos ya lo han visto y lo han apuntado en alguna parte.
Leí lo que había escrito en la amplia espalda de mi cliente.

Ésta es la hora de la noche en que las tumbas
abren del todo sus rugientes bocas.

- ¿Qué significa?
- Ni puta idea - dijo Walsh -. Ya sabes que yo de letras no entiendo. Lo máximo que llego a leer son las pintadas de las puertas de los lavabos. Supongo que alguien se aburre. No es un trabajo fino, Cooper, pero no se puede decir que no es efectivo. Y ahora pregunta de exámen, ¿cuál crees que es la causa de la muerte?
Medité un rato la respuesta.
- Envenenamiento por plomo.
Walsh lanzó al aire una de sus poderosas carcajadas. Su risa se parecía al rebuzno de un burro cuando lo castraban con dos planchas calientes.
- Oye... - dijo uno de los técnicos -. Que esto pesa.
Y dejaron caer el cadáver levantando una nube de polvo. Por suerte no me pilló un pie. Si no ahora estaría ganándome la vida como el bailarín cojo de la salida del metro.
- ¿Cuántas heridas calculas?
No contesté.
- Si te interesa, los chicos del forense han hecho una apuesta. Se juegan veinte dólares por cabeza. La apuesta más baja son veinticinco heridas y la más alta, cuarenta. Si quieres te puedes apuntar...
- No gracias.
- Esto me recuerda a un caso que tuve hace unos años. La prensa lo llamó el carnicero de Alabama, yo lo recuerdo como el gilipollas aquel.
- Es menos poético.
- ¿Sabes algo del caso?
No contesté porque sabía que no esperaba una respuesta de mí. Walsh estaba dando vueltas con la esperanza que le contara lo que sabía de Diane Tremayne. No se lo iba a poner fácil. Dejaría que preguntase él, y luego yo le contaría lo que me saliera de mis grandes y duras pelotas.

- Un tipo en Alabama se aburre. Hasta aquí normal en un sitio donde solo puedes follarte a tus gallinas o ahorcar negros. Pero el tipo se aburre más de lo normal, así que decide cargarse a la zorra de su mujer y no se le ocurre otra cosa que clavarle un cuchillo de caza en la cabeza. Pero tiene tan mala suerte que la esposa no muere ni a la primera, ni a la segunda, ni a la quinta... tiene que clavarle catorce veces el cuchillo en la cabeza para que la mujer deje de darle patadas en los huevos... pero ahí no acaba la cosa, porque según parece la mujer tendría algún pariente que sería un pavo porque se lía a correr por el pueblo con la cabeza abierta y escupiendo sesos mientras el marido corre que te corre detrás de ella con el cuchillo en la mano y diciendo que es que estaba aburrido. Lo detuvieron cuando terminó por pisar el césped de la casa de alcalde.

Había oído esta historia un millón de veces y estaba convencido de que se la había inventado. Dentro de Walsh vivía un escritor de novela pulp frustrado. Un par de años después descubrí que la historia era cierta, y que la protagonista era su hermana pequeña.

El pecho izquierdo de Diane Tremayne había sido mordido. Como si lo intentaran arrancar a bocados.

Aunque la habían perforado de arriba a abajo, no estaba abierta lo suficiente como para tener que ir esquivando las tripas.

Y no había sangre.

- La han movido.
- Eres un genio,Cooper. Eso es de primero. No hay sangre, no la han matado aquí.
- ¿Tenéis alguna idea de dónde la mataron?
- Estamos trabajando en eso...
- Espero que Eloise no tenga que limpiar el lugar del crimen... debe de haber perdido toda la sangre allí.

Mirando el cadáver no podía decir que lo sintiera por ella. Lo que me irritaba era que cliente muerto no paga. Y yo pensaba sacar tajada de esta tajada. Lo suficiente como para pagar mis deudas y comprarme una camisa nueva. La vida no es justa. Saqué un cigarrillo. Mierda. Joder. Perfecto. Las cerillas estaban húmedas por culpa de la niebla.

- Mejor no fumes aquí, Cooper. Tiras una colilla sin querer y ya tenemos sospechoso. Vamos a tomar una copa y fuma todo lo que quieras.
- Una gran idea... y aprovecharemos para hacer un resumen de todo esto.

domingo, 19 de octubre de 2008

5. Un cadáver en la niebla I

Un policía desvió el taxi y tuvimos que aparcar a unas dos manzanas de treinta y nueve y Norton. La dirección que me había dado Walsh correspondía con un un solar sin edificar a las afueras de la ciudad. Desde hacía unos años corría el rumor que en ese terreno se proyectaba construir bloques de viviendas para los numerosos inmigrantes que llegaban a la ciudad; que esos nuevos ciudadanos dispusieran de un lugar digno para empezar una nueva vida. Sin embargo, hasta el momento sólo eran rumores y el terreo se pudría sin ser útil para nada ni para nadie.

Bajé del taxi. La noche se presentó a mis ojos cubierta con una espesa y pesada niebla. Fría como el pecho de una monja, sus miles de agujas perforaban el rostro clavándose en las mejillas como el desprecio de los episcopalianos en el alma por toda forma de vida ajena a la suya. Putos espiscopalianos... desde el asunto de Bismarck que no podía encontrarme con uno de esos hipócritas y no tener ganas de reventarles la boca a patadas y hacerles tragar tres o cuatro polacos. Saqué de mi bolsillo una pequeña petaca de bourbon y calenté el cuerpo. A medida que me acercaba a la dirección, mis ojos se iban acostumbrando a desentrañar las difusas formas que se alzaban ante mí. Vi los débiles rayos de luz de los reflectores y a mis oídos llegaron los gritos y los insultos del equipo forense. Toda la manzana estaba acordonada y cuatro de los policias más veteranos intentaban disuadir a golpe de porra e ironías a la masa de vecinos que pedían información y que clamaban justicia por la muerte de una desconocida a grito de muerte a los irlandeses. Además, que multitud de periodistas revoloteran por allí con sus preguntas y fotos no ayudaba a tranquilizar los ánimos.

Me acerqué al corón y me encendí un cigarrillo. Un poli bastante joven con una pinta de boy scout que hacía vomitar me detuvo clavándome la porra en el hombro.

- ¿Dónde cree que va?
Aparté de mi hombro la porra.
- El teniente Walsh me ha llamado. Soy Cooper.
- Como si es el papa de Roma o la mismísima virgen María. Por aquí no pasa nadie sin una autorización explícita.
- Tengo la autorización de Walsh. Él mismo me ha llam...
- Teniente Walsh para ti.
- ¿Es tu primer día en la unidad?
- Eso a usted no le importa. Por favor, póngase detrás del cordón.
- Mira chaval, te estás buscando un problema.
Se acercó a mí y sentí su aliento a enguaje vocal de fresa mezclándose con la niebla.
- ¿Quién me va a buscar un problema? ¿Tú, medio irlandés tarado? No se si te habrás dado cuenta, pero voy armado.
- Claro, claro.
Di un paso.
- ¡Qué te estés quieto, hostias!

El muy idiota había conseguido atraer la atención de un par de periodistas. Y precisamente uno de ellos era Jimmy Blakey, la estralla indiscutible del periódico sensacionalista Croth of the city. Blakey era un tipo alto y apuesto, el típico tio que se cree un galán de cine solo por medir cerca del metro noventa y tener los pómulos cincelados en ácero. Conocía a la perfección el poder que ejercían sus encantadores ojos azules en las bragas de las mujeres. Se ganaba la confianza de las madres que acababan de perder a alguna hija en manos de la mafia catalana con cuatro palabra amables y el cuento de su abuela enferma para, cuando estas madres estaban en la cocina preparando chocolate caliente, robar unas brahas de la hija.

- ¿Qué sucede, Cooper? ¿Problemas con la autoridad competente?
- Cállate Blakey.
El joven policía parecía confuso, pero no fue a buscar a Walsh. Supongo que intentaba aparentar lo que no era para luego explicarle la historia a su novia, una fea costurera que le dejaría tocarle las tetas por lo valiente que había sido. Decidí ahorrarle el trabajo de moverse. Le aparté con suavidad y empecé a andar. Me miró como si me hubiera pillado follándome a una sirena.
- ¡Alto!
Oi las fuertes carcajadas de Blakey.
- ¡Alto!
Volví la vista hacia donde había dejado al presidente de honor de la policía juvenil. Había desenfundado el arma y me apuntaba directamente al pecho. Las manos le temblaban más que una bailarina de striptease epiléptica. Suspiré.
-Guarda eso, puedes hacerte daño.
Un disparó resonó en el aire. Delante de mí una de las ruedas del camión forense empezó a desinflarse.

Volví donde estaba mi poli favorito. Lo encontré sosteniendo la pistola con las dos manos como si tuviera en ellas la polla de su mejor amigo. Sudaba como un negro en una reunión del Klan y su rostro estaba blanco como el culo de santa Úrsula cuando la violaban los hunos.
- Se me ha disparado sola - consiguió balbucear entre sollozos.
Le di un puñetazo. Si disparó un flash. El policía cayó al suelo y no se levantó. Quise coger a Blakey, pero éste y su fotógrafo corrían a furgoneta.

Entre la niebla adiviné el perfil de un cuerpo enorme que se abría paso entre el gentío imponiendo la autoridad de un titan. Era Walsh. Medía cerca del metro noventa y cinco y su peso se acercaba a los ciento treinta kilos de puro músculo. Su rostro era lo más parecido a una lápida que hubieran dejado mil años en manos de un picapedrero cojo. Se contaban miles de leyendas sobre él; si había aplastado la cabeza de un sospechoso como si fuera una manzana, que si otra vez había empalado a toda una banda de falsificadores de sellos canadienses. Razonablemente corrupto, conocía las reglas del juego. No preguntaba a quien no debía preguntar, detenía a los que tenía que detener y siempre tenía a mano a un par de inmigrantes para cargarles algún muerto. Pese a todo era un buen policía. Cuando el caso le importaba podía pasarse por sus enormes y peludos huevos todas las presiones que recibía. Nos habíamos conocido en la academia y desde entonces éramos amigos.

- Cooper, ¿me puedes decir qué ha sido ese disparo?
- Aquí el joven que se ha puesto nervioso. ¿Qué no habías dejado dicho que venía?
Walsh ignoró mi pregunta y se encaró directamente con el presidente de los boy scouts. Ésta, avergonzado, mantenía la cabeza baja y trataba de limpiar el uniforme entre las risas de sus compañeros.
- Ellroy, ¿qué has hecho? - su voz rompió la noche provacando el nacimiento de una nueva cordillera y las lágrimas del joven.
- Yo... lo siento mi teniente... pero él... bueno... le di el alto y... no quería...
- ¿No había dejado claro que si venía Cooper le dejarais pasar?
- Acabo de llegar y...
- Mejor te callas. Arregla el jodido uniforme, sécate las lágrimas y vuelve a tu puesto. Mañana pasa por mi despacho y hablaremos del asunto.
- Lo siento, teniente. Lo siento, sr. Cooper. No volverá a pasar.
- Eso espero.
Walsh esperó que el joven Ellroy se alejara para estallar en carcajadas.
- Suerte que a estos críos en la academia se les enseña de todo menos a disparar.
- No te pases mucho con él mañana.
- Tranquilo. Le asustaré un poco y ya está. Lo típico, ya sabes. Un par de gritos y un par de horas encerrado en una sala con los trasvestidos psicóticos que detuvimos ayer por la noche en el puerto.
- Nunca he entendido por qué soy amigo tuyo.

No dijo nada. Me cogió del brazo y empezamos a andar. Me llevó al centro de las luces. Allí la actividad era frenética. Un par de fotógrafos de la policía tomaban sus imágenes. Me pregunté cuántas de aquellas fotos estarían mañana en las primeras páginas de los periódicos. Un reducido grupo del equipo forense rastreaba la zona buscando huellas o algún rastro que pudiera decirles algo. Una pareja de polis intentaba interrogar a unos drogadictos que se apoyaban pesadamente contra una furgoneta.
- Abrid paso, muchachos.
El grupo se abrió.
- ¿Qué te parece?
Era sólo una sábana que una vez fue blanca. Walsh se inclinó. Alrededor de la sábana pude ver cuatro o cinco charcos de vómito. Cuando Walsh apartó la sábana lo entendí.

domingo, 12 de octubre de 2008

4. La santa espina III

Volví al despacho bien entrada la noche. Tras salir con todos mis miembros en su sitio de La santa espina, decidí dar un largo paseo por Camel park, una extensión de bosque de diez metros cuadrados que era el orgullo de la ciudad y al que se consideraba su pulmón verde. Fue un paseo tranquilo y sin incidentes salvo el encontrarme debajo de uno de los puentes con unos quince pandilleros que violaban a una cabra y a los que me vi obligado a enviar al hospital con varias conmociones y unos treinta litros de sangre menos. Mañana les enviaría flores a sus madres, si es que las conocían.

La noche era fría; húmeda como la entrepierna de una rubia ante un anillo de diamantes. Tenía tres meses para saldar mi deuda con los catalanes. Tiempo suficiente. Sacaría todo lo que pudiera de Diane Tremayne, alargaría el caso hasta que solo quedara de ella litros de grasa y un eterno agradecimiento. Y si esto no funcionaba siempre podía vender algunas de las fotos que guardaba en el archivo de casa. Vender un par de fotos de tal actor adorado por todas las madres haciéndole una mamada a su caniche, o a tal actriz infantil, adorable bailando en las escaleras de las casas de los pobres para alegrarles la vida, participando en una misa negra vestida de papagayo. Pero esto sólo en caso de extrema necesidad.

Miré el reloj que me había regalado mi abuelo justo angres de saltar embadurando en miel a una jaula llena de osos pardos neuróticos alimentados durante dos semanas de yogures desnatados.

Las tres y veinticuatro de la madrugada.
Cora aún estaría trabajando.

Enfilé hacia el despacho. Podría echar una ojeada a los informes que me había mandado Maire Loizeau. Trabajar un poco y olvidarme de que esta noche tampoco podría dormir.

La noche era demasiado tranquila.

Entre en mi despacho. Encendí la lamparilla de la mesa y un cigarrillo. Abrí una botella de bourbon. Me quité los zapatos y puse la radio. Empezó a oírse a Billie Holliday. Strange fruit. Abrí el sobre. Dentro encontré dos carpetas. Un par de hojas por informe y una fotografía. Marie era un encanto. Sabía lo poco que me gusta leer y me había hecho un resumen para tontos. Tenía que invitarla a cenar.

Anthony Lorre. Abogado pagado de sí mismo y convencido que entre sus piernas lleva un milagro de la naturaleza tal que justifica por sí solo nueve cruzadas más. Atractivo si a la tía en cuestión le gustaban los altos algo canosos, de sonrisa ancha, pecho grande y peludo. Eso sí, llevaba una pierna de madera porque la original la perdió en una salvaje orgía con azafatas de congresos. Se la arrancaron a bocados en un momento de incontrolable pasión. Un dato curioso es que cuando se pone nervioso sufre el conocido síndrome de Starr; una profunda dislexia verbal que hace que trabuque todas y cada una de las palabras que pronuncia. La única forma de superarlo es hacer una cruel imitación del presidente Roosevelt. No es mal abogado. Empezó una brillante carrera como criminalita, pero un turbio asunto con una menor, un oso de peluche y un pepinillo en vinagre estuvo a punto de hacerle perder la licencia. Le salvó el culo Ben Andrews. Y le ofreció un trabajo. Ahora se refugia en casos de asesoría fiscal, polizas, nominas y casos menores de borrachos que se la cascan en el metro. Un detalle: adicto a las apuestas ilegales en carreras de pingüinos. Y por lo que parece no soy el único que debe dinero a los catalanes.

Christine Davis. Secretaría. Unos veintinueve años. De buen ver. Se la podía llamar atractiva si uno iba suficientemente borracho. Bonitas caderas. Su propia madre la definía como "una zorra borde, cruel y fría". Internada de pequeña en un psiquiatrico por intentar matar a su hermano pequeño de una paliza con una zapatilla. Durante un tiempo trabajó de entrenadora de boxeo hasta que la echaron por cruel. Consiguió un trabajo de secretaria para la Benet Corporation, pero aspira a más. A mucho más. Se la conocen infinidad de novios, amantes y parejas. No parece tener un criterio claro porque se lo tira todo. Los últimos tiempos mantiene una relación más o menos estable con Anthony Lorre.

Y poco más. Pero era suficiente.

A veces me pregunto de donde puede sacar este tipo de información Marie. Mejor no preguntar si quería conservar la lengua en su sitio.

Me desperecé en la silla. Encendí un nuevo cigarrillo y llené hasta arriba el vaso de bourbon. Miré a través de la ventana. Una intensa niebla se deslizaba sinuosa entre las calles y los edificios, como una serpiente entre la fresca hierba. La noche era demasiado tranquila. Hacía un par de días que no oía los continuos pedos del griego del despacho de al lado. Mala señal.

El caso de Diane Tremayne estaba a punto de cerrarse. Solo había que saber sumar. Y mañana sería el día de repartir un par de hostias para que empezaran a hablar los que tenían que hablar. A pesar de todo había sido un caso sencillo. Apagué la luz de la mesilla y me relajé contemplando la calle, como ésta se contagiaba poco a poco de la niebla. Se ocultaban los edificios y el mundo desaparecía. El gris era un color maravilloso. Lleno de matices, de tranquilidad, de secretos. Contemplando como el gris se adueñaba de la ciudad, casi dejé de sentir ese dolor en el pecho. Sin saber muy bien cómo era posible, empecé a sentirme algo mejor. Sin darme cuenta me dormí.

Soñé con Cora.

Estábamos en un restaurante. Ella vestía de negro. Un vestido elegante, escotado hasta lo permitido. Cenábamos en silencio, mirándonos a los ojos. Feliz. Me sentía feliz en el sueño. Hasta que apareció una sombra. Intenté decirle algo a Cora, pero se me cayó la lengua al plato. La sombra disparó y los sesos de Cora hicieron de guarnición en mi plato a un entrecot poco hecho.

Me desperté y encendí un cigarrillo. Di un largo trago de bourbon.
El teléfono empezó a sonar.
- Cooper.
Una voz desconocida. Masculina. Agradable.
- Ha empezado.
Y colgó.

Media hora después volvieron a llamar.
- Cooper.
- Adivina quién soy.
Era Ralph Walsh. Inspector de policia y algo parecido a un amigo.
- ¿Qué pasa?
- Ven enseguida al descampado de la treinta y nueve y Norton.
- ¿Por qué? ¿Alguna de tus amigas ha vuelto a dejarte sin pantalones?
- No. Hemos encontrado un cadáver. Una mujer. Según parece era o es una de tus clientes. Los primeros indicios apuntan a que ha sido asesinada.



jueves, 9 de octubre de 2008

Nota al lector

Arreglado el tema de los comentarios. Lo tenía configurado en plan borde que te cagas y no se podían dejar. Ya está.

domingo, 5 de octubre de 2008

4. La santa espina II

Me desperté al oír una respiración. Abrí los ojos. Apoyado en el quicio de la puerta vi una figura que me resultaba ligeramente familiar. Sin dejar que mi cerebro relacionara lo que veía con alguno de los seres humanos que he ido conociendo, deslicé la mano bajo mi americana para coger la pistola.

Mi cartuchera estaba vacía.
Se encendió la luz del despacho.
Ante mí estaba Joel Oller, uno de los más fieles perros de Jaume Riba, jefe, padre y musa del cada vez más numeroso grupo de los catalanes.

Los catalanes era unos relativamente recién llegados al núcleo duro del crimen y la corrupción de la ciudad. Venidos directamente de un exilio por no se qué guerra en su país, en unos pocos años se habían hecho un nombre terrible en los barrios y en su historia no oficial; en esos hechos que nunca enseñaran en los colegios ni los turistas visitarán. Es muy poco tiempo expulsaron a los judíos de sus territorios de diamantes, trata de blancas y repostería, a los italianos del mundo de las drogas y la restauración y a los canadienses de todo lo relacionado con torturas innecesarias a carteros y crimines gratuitos y sin explicación racional. Cimentaron un prospero negocio basado en la extorsión, la violencia, el préstamo de dinero a altos intereses y una fingida predisposición a arreglarlo todo hablando alrededor de una copa de aromes de Montserrat. Se contaba de ellos que habían llegado a obligar a un pobre tipo a comerse sus propios pezones con cuchillo y tenedor por haberse retrasado diez minutos en el pago de sus deudas. Su lema, qui paga mana i com que aquí pago jo...

Y yo les debía dinero.

Joel me miraba sonriente mientras se limpiaba los dientes con un dedo.
- El senyor Jaume quiere verle, Cooper.
- ¿Ahora?
- Ahora le va bien al senyor Jaume. ¿A usted no?
No quería hacer enfadar a Joel. Aunque a primera vista pudiera parecer un mediomierda con su metro sesenta de altura y sus cincuenta y seis años, este tipo que tenía delante, que coleccionaba dedales de porcelana y lloraba con las películas de Shirley Temple, le había arrancado todos los dientes con unas tenazas oxidadas a un negro de dos metros, se los había hecho tragar, luego cagar con una ingesta masiva de laxantes para caballos, tragar de nuevo y obligarle a abrirse a sí mismo el vientre para recuperar los dientes porque no estaba seguro de que se los hubiera tragado todos. En efecto, uno había caído al suelo y lo tapaba una de las orejas del negro, por lo que éste se vio obligado a tragárselos de nuevo mientras con una mano se aguantaba las tripas que querían besar el suelo. Y todo esto colgado de una viga por la entrepierna.
- Le está esperando en La Santa Espina. ¿Me acompaña?
- Claro.
Me levanté y me arreglé la americana. Si tenía que ver a Jaume Riba quería estar mínimamente presentable. Al ir hacia la puerta me golpeé la rodilla contra la esquina de la mesa. Un golpe directo y brusco. Sentí un frío atroz que me rodeo la espalda y un dolor agudo e intenso como cuando por accidente entre un palillo en la pupila de un tipo que hace demasiadas preguntas.
Dos lágrimas descendieron por mis mejillas.
- No llore, señor Cooper. El senyor Riba será compasivo con usted. Le cae bien.
- Vamos.
Y cojeando salí de la oficina. Joel cerró la puerta y fue tras de mí.

La Santa Espina era un pequeño restaurante propiedad de Jaume Riba que se podría considerar como centro de negocios, tapadera y lugar de esparcimiento. Era un local pequeño perdido entre inmensos edificios de la zona financiera. Entre sus paredes se había intentado reproducir una pequeña Catalunya para que los exiliados encontraran parte de los referentes que la guerra y un océano les había hecho perder. Colgaban cuadros de algo llamado mongetes y que los catalanes adoraban por encima de todas las cosas, incluso por encima de una virgen negra que en un alarde de originalidad llamaban La Moreneta. Los domingos se reunían para bailar cogidos de la mano y subirse unos encima de otros para formar algo que ellos llamaban castells y yo llamaba gilipollas. En un rincón del restaurante había una reproducción de las montaña de Montserrat echa con palillos usados. Y lo peor de todo es que la única bebida que allí se servía era un infecto producto llamado ratafia.

Y sentado en una butaca, reinando, estaba Jaume Riba. Era un hombre corpulento, de enorme cabeza, enorma panza y enormes manos. En ese momento estaba haciendo llorar a un tipo de dos metros y medio vestido de ejecutivo y al que se le conocía como Jack "Pezón laxo"; asesino a sueldo y psicópata a tiempo parcial al que le encantaba coleccionar pezones de gata y coser el ojete de sus víctimas y esperar el tiempo que fuera necesario para verlas rebentar por dentro o echar la mierda por la boca.
Y este tipo estaba llorando. Y Jaume Riba gritaba como un loco.
- ¡Y cómo vuelvas a decir que regrese a Barcelona te hago colgar al triciclo de mi nieto y haré que te de una vuelta por la casa desgraciat fill de puta! Yo no soy de Barcelona... ¡me oyes! Soy de Igualada, la ciudad más bella y hermosa de la creación. Cuna de la civilización, tumba de faraones, donde están las mujeres más hermosas, los mozos más gallardos y las putas más baratas. Crisol de culturas, encrucijada de caminos. Rodeada de bellas montañas y con un preciosos y caudaloso río que hacemos servir para la navegación y el comercio marítimo. Como vuelva a decirme algo que relacione mis orígenes con Barcelona le juro que le haré sufrir de tal manera que sería capaz de follarse a su madre para que le dejara de golpear. Y ahora recoja sus dedos y salude de mi parte a su señora esposa.

Jack "Pezón laxo" pasó a mi lado sonándose los mocos en una manga teñida en sangre. Joel me miró sonriendo y me invitó a ocupar el asiento que minutos antes había ocupado el orgulloso Jack.
Me senté y encendí un cigarrillo. Jaume Riba se secaba el sudor con un pañuelo de encaje que le había hecho su madre amantísima. Me miró. Y sonrió. Le faltaban entre seis y quince dientes.

- Bona nit, Cooper. ¿Cómo está?
- Bien, gracias.
- ¿Y la familia?
- Muerta, sr. Riba.
- La familia es importante, Cooper. Sobre todo por los canelones.
- Eso he oído.
- Sí... hace bien en oír. El universo hace ruído y uno se confunde siempre de calcetines.
Calló unos segundos. Joel se quitaba de los dientes con un cuchillo de caza los restos de la última escudella.
- Cooper... Cooper...
- Así me llaman.
- He oído que me debes dinero.
Iba a decir algo, pero alzó la mano.
- Calla. Sé que me debes dinero... mil dólares que con los intereses suman treinta mil... ¿Para qué los querías?
- Tenía que hacer unas reformas en mi apartamento. Ya sabe, eliminar cucarachas.
- Es lo que tiene el cirílico... Y supongo que no saldarás la deuda esta noche, ¿verdad?
- No lo creo.
- Mala suerte, sí. Nunca me he fiado del jabón.
Se levantó y desapareció tras una puerta. Me encendí un cigarrillo y ofrecí uno a Joel.
- No.
- Como quieras.
El senyor Jaume reaparació al momento. Llevaba en sus manos unas tenazas, un barril de gasolina y un loro.
- Cooper... Cooper...
- No me gaste el nombre sr. Riba. A mi madre le costó elegir uno.
- Lo que te voy a hacer no me viene de gusto, de verdad. Pero ya sabes, son los negocios y las vegetaciones.
- Comprendo, señor. Todos tenemos una bala.
- Y un vaso de agua en la mesilla de noche evita la desidratación y las pesadillas. Bájese los pantalones, por favor. Va siendo hora de empezar a cobrar los intereses.
Me empecé a bajar los pantalones sosteniéndole la mirada y con la seguridad que proporciona unos calzoncillos limpios.
- Por cierto - dije - ¿cómo está María?
Sentí como Joel se tensaba. La lata de gasolina aplastó una de las colas del loro.
El senyor Jaume me miró con los ojos empapados en odio.
- Súbete los pantalones y largo. Me debes mil dolares. Tres meses.
Me subí los pantalones.
- Salude a María de mi parte.
Y salí de La Santa Espina después de jugar mi última carta con los catalanes.

María Riba era una de las nietas del senyor Jaume. Una buena chica de iglesia con el cerebro de una cigüeña y la personalidad de un pato de goma borracho que tuvo la mala suerte de enamorarse de un vendedor de aspiradoras. Y ya se sabe cómo acaban las historias cuando por medio corre un vendedor de aspiradoras. Una fuga, persecución por cuatro estados, tiroteos, más muertos de los que conviene, incendios, familias destrozadas, secretos de estado a la luz pública, decapitaciones y una muchacha arrepentida con tetas nuevas. Yo fui quien la restituyó al senyor Jaume después de encontrarla borracha como una cuba y con un colocón de cocaina que bastaría para alimentar a todo el congreso durante tres meses, atada y riéndose por todo en un cobertizo de cerdos con seis marineros turcos, tres budistas y dos cabras que sostenían en su boca una mazorca de máiz bañada en algo que parecía chocolate. El senyor Riba quedó en deuda conmigo. Y yo me la acababa de cobrar.

domingo, 28 de septiembre de 2008

4. La santa espina I

Entré en mi oficina a media tarde y pedí a Betty que llamara al Golden Rain para que me subieran un par de botellas de bourbon. Me miró con ojos suplicantes y movió sus gráciles manos. Entendí lo que quería decir; Betty se acababa de pintar las uñas y no las quería ver expuestas a ningún peligro que pudiera perjudicar tan magna obra maestra.

- Betty, corazón, cuando traigan las botellas tráelas a mi despacho. Y tráete el botiquín.
- Ajá, jefe. Pero...
- ¿Sí nena?
- ¿Cómo van a traerlas si aún no saben que tienen que traerlas?
- Porque ahora llamaré yo.
- Entiendo... bueno, la verdad es que no lo entiendo, pero me da igual.

Entré en mi despacho y me dejé caer pesadamente en mi silla. Llamé al bar y pedí a Lou las dos botellas. Lou me preguntó por el final de la historia de Betty. Le dije la verdad, que nunca la había escuchado entera porque Betty siempre se entretenía en los detalles físicos y húmedos de la anécdota.

Dentro de todo, había tenido suerte. La bala que me habían disparado en el metro no me había llegado a tocar, pero se incrustó en el pecho de madera de un indigente que había a mis espaldas. La madera se astilló y uno de los trozos me rozó la mejilla lo suficiente para que recordara a las verdaderas madres de todos los santos. Peor lo tuvo Miss Calabaza Borracha de Oklahoma, que estaba a mi lado y la mayor parte de las astillas fueron a parar a sus ojos. Cuando empezó a correr por el andén hacía honor al nombre de su premio, vestida de naranja, dándose golpes contra las paredes y perdiendo más sangre de la estrictamente necesaria. Sin embargo, aunque solo tenía un miserable rasguño, un dolor penetrante y agudo me torturaba el estómago como si en él tuviera una niña hiperactiva en pleno ataque de epilepsia. No era la herida lo que me dolía así.

Era mi orgullo.

Tantos años de experiencia y me había dejado tomar el pelo como un principiante. Busqué en mis cajones, pero solo encontré botellas vacías. Necesitaba un trago como nunca. Tendría que haberlo detenido justo cuando salió de la estación. Nada de seguirlo para que me llevara donde estaban sus cómplices, o amigos, o novia o confesor. Nada de esas chorradas novelescas que escriben tipos patéticos los domingos por la tarde en su casa y que no han echado un polvo en mucho tiempo.Tendría que haberlo cogido del cuello, meterlo en un coche y sacarle a hostias toda la información que me pudiera dar. Cerré los ojos intentando no pensar. Quería olvidar la humillación de ser detenido por los guardias del metro, dos viejos gordos y medio jubilados que dejaban ver parte de sus pañales. Me llevaron a una habitación y me hicieron mil preguntas para justificar mi actuación, ¿por qué había entrado en el metro sin comprar un billete? Esos enormes cerdos mirándome con el aire de superioridad que en su extraño mundo daba la edad. Tres horas retenido hasta que la policía se dignó a aparecer. Tres horas de mi vida perdidas solo para que dos abuelos tengan algo que contar a sus nietos en el lecho de muerte y no tener que admitir que su vida ha sido una total perdida de tiempo y que lo mejor que podían haber hecho era pegarse un tiro a los seis años para evitar al mundo tanto oxígeno malgastado. En cuanto llegó la policía me dejaron ir. Los conozco a casi todos y solo tuve que darles un informe muy superficial. Nada de detalles porque no quería dárselos y ellos no querían saberlos. Eran capaces de violar a sus madres con tal de ahorrarse escribir un informe. Me dejaron ir no sin antes recibir una reprimenda de los guardas. Que todos somos compañeros y que la próxima vez pida su colaboración. La próxima vez solo recibirían de mi una bala dentro de sus gordos y esponjosos traseros. Olvídalo.

Tenía que llamar a mi cliente y decirle que todo había salido mal. Que no había detenido al chantajista y que no había recuperado la carta. Me consolaba pensando que al menos había recuperado el dinero. Saqué el sobre de la gabardina y lo abrí. Varios vecinos me oyeron acordarme de las madres de los Papas. Lancé el sobre al otro lado del despacho.

Papel de periódico. Cincuenta mil dólares en papel de periódico. Mierda.

No se le había caído el sobre. Me había lanzado un sobre falso. El sobre de Diane Tremayne estaba dentro de una bolsa de papel y él solo me había lanzado un sobre. Había perdido unos segundos preciosos para recuperar el dinero de mi cliente. ¿Cómo había podido caer en un truco tan viejo? Me encendí un cigarrillo y recé porque Betty enterar en mi despacho trayendo consigo el movimiento de sus caderas y una botella de bourbon.

Como si hubiera oído mi oración, Betty entró con las botellas de bourbon, dos vasos y un botiquín.
- Para mí que el hijo de Lou es marica.
- ¿Por qué lo dices, cielo?
- No va el niñato y cuando me trae las bebida lo único que hace es mirarme a la cara...
- No se qué haremos con esta juventud.
Se sentó a mi mesa, cruzó sus largar piernas y me pasó la mano por el pelo.
- ¿Un mal día?
- He tenido algunos mejores.
- ¿Puedo beber contigo, Coop? A veces me siento sola en esta oficina.
- Claro, encanto. Sírvete tú misma.
Abrió la botella y llenó los vasos hasta que el bourbon rebasó. Propuso un brindis.
- Por nosotros, jefe.
- Y por las muchachas encantadoras de grandes pechos y risa fácil.
- Oh Coopy... gracias...
- Vamos, nena, no llores y arregláme esto.
Me quité una triste tirita de la mejilla. Una pequeña cicatriz de la que aun rezumaba un poco de sangre apareció ante Betty. Una cicatriz más. Junto con las de Manila ya hacían diecisiete.
- Jefe, ¿sabías que soy medio enfermera?
- No, ¿qué paso? ¿Tuviste que dejar los estudios?
- No exactamente, pero casi. Hace unos años me hicieron una prueba para Adiós a las armas y supongo que algo se pega.
- Eres un encanto, Betty.
- ¿Cómo te lo has hecho?
- Gajes del oficio.
- ¿No has pensado nunca en dejarlo y dedicarte a otra cosa? No sé, ¿leñador o conductor de ganado?
- No sirvo para esa clase de vida. Hay gente que nace para llevar una vida tranquila. Nacer, ir a la universidad, conseguir un buen trabajo y casarse con una chica decente. Montártelo en navidades con tu cuñada, tener hijos feos, entradas para el béisbol y morir viejo y satisfecho entre las tetas de tu enfermera. A veces sueño con una vida sencilla, pero en cuanto la tengo delante salgo huyendo como un judío de una reunión de antiguos oficiales de las SS. Creo que en la vida hay gente que nace para ser feliz y hay gente que solo nace. No sé si me entiendes...
- A la perfección, jefe. Yo, por ejemplo, no he nacido para llevar sujetadores. Hay mujeres que sí, que se ponen sujetadores y son felices y tal, pero yo no puedo. Yo necesito sentir mis pechos sueltos bajo las blusas o los jerséis, notar como se mueven y tiemblan al más mínimo gesto. Necesito sentir la suave presión de los pezones duros por el frío, necesito sentirme... en una palabra... libre. Ya estás curado, jefe.

Y me dio un sueve y fresco beso en la herida. Rellenó nuestros vasos y estuvimos charlando durante unos minutos hasta que Betty me pidió permiso para salir antes e ir a casa. Había quedado con un escultor de grullas rumano y quería pasar por casa para quitarse las bragas.

- Por cierto - dijo antes de salir -. Un mensajero te ha traído un sobre. Lo tienes ahí, donde está mojado de bourbon. Me dijo que de parte de la señorita Loizeau.

Los informes de Christine David y Anthony Lorre. Más tarde les echaría un vistazo. Betty salió dels despacho lanzándome un beso y me quedé solo. Descolgué el teléfono y marqué el número que me había dejado la señora Tremayne. Contestó un hombre.
- Se equivoca.
Y colgó.
Llamé de nuevo vigilando que cada número que marcaba coincidiera con el número que Betty me había dejado apuntado en la pared. No contestaban. Marqué una segunda vez y el resultado fue el mismo. ¡Qué demonios! Ya hablaría mañana con ella.

Me quité los zapatos y me dispuse a leer los informes. A los diez minutos estaba dormido.


domingo, 21 de septiembre de 2008

3. Consigna 1280 II

Durante un par de horas no se acercó nadie a la consigna. Miles de desconocidos pasaron ante mis ojos, pero mostraron el mismo interés por la consigna como por un indigente que estuviera muriendo entre vómitos y gangrena una iglesia el día de la comunión de una futura asesina en serie. Yo había tenido que cambiar un par de veces mi lugar de observación; quedarse más de media hora en un bar de estación, acostumbrados a clientes de whisky rápido antes de tomar el autobús, lo único que hacía era levantar sospechas. En el último bar llevaba casi una hora y el camarero había empezado a hacer demasiadas preguntas. Reprimí las ganas de meterle la cabeza en la freidora y sencillamente le pedí con toda la educación que me habían enseñado en la escuela parroquial que se metiera en sus asuntos si no quería empezar a servir los desayunos en silla de ruedas. Supongo que el camarero pensó que yo era un timador, un chulo o peor un policía de incógnito. Pagué lo que había tomado y acabé mi guardia apoyado en una columna cerca de la consigna 1280.

Había empezado el segundo paquete de cigarrillos cuando un hombre se acercó a la consigna. Era alto, corpulento. Renqueaba casi imperceptiblemente de la pierna izquierda. Me puse en guardia y noté como se tensaban los músculos de mi cuerpo. Llevaba el sombrero inclinado sobre la cara y la gabardina con las solapas levantadas. En su mano apareció una llave y abrió sin problemas la consigna. Sacó la bolsa y la perdió en un bolsillo interior de la gabardina.

Tiré el cigarrillo al suelo y me puse en movimiento. Me acompasé a su paso, rápido y seguro. Tranquilo entre la multitud que pobabla la estación. Salió de la estación. En cuanto se encontró en las calles su paso se hizo más sosegado. Se detenía de vez en cuando para observar las piernas de una mujer, las revistas de un quiosco o robarle maíz a un ciego. No conseguía verle el rostro y lo que veía podía pertenecer a cualquiera. Pero no me impacientaba. Lo importante era seguirlo sin que sospechara. Si se detenía, continuaba andando sin darle importancia. No esas estupideces que salen en las películas de girarse rápidamente o ponerse a observar con interés un escaparate de prótesis vaginales. Se sigue andando con normalidad y uno se detiene cuando ha pasado el objeto de su vigilancia. Se entra en una tienda o en un portal, y se continúa cuando la persona pasa por delante. Seguir a alguien es un trabajo sencillo y aburrido. Andaba con tranquilidad y encendía mis cigarrillos con calma, disfrutando de ese humo que podría lentamente mis pulmones y que gracias a quien sea acortaban mi vida un poco más. Caminamos durante unos quince minutos y si al principio no le di importancia, pronto me di cuenta que su camino era errático y carecía de sentido. Repetíamos las calles por las que ya habíamos pasado, giraba de improviso en callejones y acababa volviendo a las calles que rodeaban la estación y a volver a robarle un poco más de maíz al ciego. Se detuvo a ajustarse los calcetines y aproveché para encenderme un cigarrillo. Entonces echó a correr.

Me quedé plantado en mitad de la calle viendo como la gabardina se deslizaba con velocidad entre los cuerpos que iban y venían a nuestro alrededor.Durante unos instantes me quedé plantado con el cigarrillo colgando de mis labios y una mirada sorprendida en los ojos. Mordí el cigarrillo con rabia y empecé la persecución. Me había tomado el pelo. Había estado jugando al ratón y al gato, o a la puta y el marinero. Desde el principio había sabido que yo había estado siguiéndole. Me había estado mareando para conseguir que yo bajara la guardia; para que me confiara y pensase que me enfrentaba a un vulgar aficionado. Ya no importaba nada y salí a correr detrás de él sintiendo en mi costado los golpes rítmicos de mi pistola en la cartuchera. Era rápido. Pero yo lo era más. Poco a poco las distancias se iban acortando y tenía la esperanza de pillarlo en un par de manzanas, meterlo en un callejón y darles tantas patadas hasta que me suplicara entre lágrimas y los pantalones llenos de su mierda y me dijera si tenía algún cómplice, dónde estaba la carta y quién era Jack el Destripador. Quería pillarlo porque si se escapaba perdería el dinero de mi cliente y una oportunidad única para librarme de ella. Fuimos empujando y golpeando a los transeúntes que entorpecían nuestro camino. Me acercaba a él. Nos separaban unos pocos cuerpos y se le notaba que empezaba a sentir el peso de las piernas y que su cojera se hacía cada vez más evidente. Inclinaba el cuerpo hacia delante y sus pasos eran más pesados. Unos segundos y sería mío. Entonces dio un quiebro a su carrera e inició un descenso por las escaleras del metro. Las bajé detrás de él y lo alcancé para verlo saltar por encima de las barras. Pero saltó mal, su pie tropezó con la barra de metal y cayó de bruces al suelo. Se levantó deprisa. El sobre había caído. Salté la barra y me lancé sobre sobre. El siguió bajando las escaleras. Cogí el sobre y me alegré de haber recuperado por lo menos el dinero. Oí al guarda del metro gritar que me detuviera, pero no era momento para dar explicaciones a nadie ni ser cívico. Empecé a bajar las escaleras. El pasillo estaba a rebosar de cuerpos. Eran cabezas de ganado. Ladillas. Lo vi correr a lo lejos. Sabía que en unos pocos segundos se podía escapar. Corrí y corrí apretando con fuerza el sobre en la mano. El camino se bifurcaba. Sin pensarlo un momento cogí el camino que me llevaba al andén de la izquierda.

Una vez allí me detuve. Respiraba con dificultad y me sentí agotado, pero sabía que si estaba allí no podía ir a ningún sitio. El único camino de salida era donde yo estaba. Empecé a caminar lentamente por el andén. Había muchos hombres vestidos con gabardinas. Algunos no llevaban sombrero. Apoyados en la pared. Fumando o hablando solos. Dormitando con la cabeza apoyada en el compañero. Podía ser cualquiera de ellos. Mis ojos recorrían uno a uno buscando un indicio, una señal que me permitiera reconocerlo. Me encendí un cigarrillo. Un pobre se me acercó para pedirme unos centavos para un whisky. Decidí darle mi completa indiferencia y tirarlo a las vías del metro. Era imposible que lo hubiera perdido. Entonces mis ojos se fijaron en el otro andén. Apoyaba sus manos en la cara y parecía respirar con dificultad. A su lado alguien le hablaba, pero este hombre parecía ignorarlo. Llevaba gabardina. Tenía el sombrero en una mano. Su pelo estaba revuelto. Era él. Seguro.

Sin que me viera empecé a retroceder con la esperanza de llegar al otro andén antes de que el metro apareciera. Lentamente inicié mi camino sin querer mirarle de nuevo. No podía arriesgarme a que me viera e iniciar de nuevo una persecución. Cuando llegaba a la salida del andén oí un ruido a mis espaldas. Vi que en el andén de delante la gente empezaba a levantarse de sus asientos, a acercarse a las vías. El metro empezaba a llegar. Aceleré el paso sabiendo de antemano que no llegaría, sabiendo que era demasiado tarde, sabiendo que era imposible que lo detuviera. Pero quería verle la cara. Cuando se descubre quién es el chantajista pierde parte de sus armas. Solían ser unos cobardes y yo quería que supiera que sabía quien era y que su juego había terminado. Corrí y corrí y a mis oídos llegaba el ruido del metro cada vez más fuerte, cada vez más fuerte. Empujaba a la gente que se agolpaba a mi alrededor y al final decidí sacar mi pistola. Grité algún insulto y pidiendo paso y, en cuanto vieron mi pistola apuntando al frente, un camino despejado se abrió ante mí como si fueran las piernas de una puta de cincuenta dólares. Me sentí como Moisés.

Entré en el andén justo cuando las puertas de los vagones se abrían. Fui apartando a esos cuerpos intentando acercarme lo más posible a él. Vi su gabardina entrando en un vagón y apreté el paso en un esfuerzo que rayaba la desesperación. Llegué delante del vagón e hice un amago de entrar. Miré al frente esperando encontrarme con sus ojos. Y lo vi frente a mí. Vi su gabardina y su mano. Y vi la pistola que empuñaba.

Sonó un disparo.

domingo, 14 de septiembre de 2008

3. Consigna 1280 I

Llevaba en la estación de autobuses desde las ocho y media de la mañana. Había pasado la noche en vela por culpa de las llamadas de teléfono; sonaba el aparato y silencio. Primero no le di más importancia que la de una broma pesada de algún adolescente lleno de granos y las manos grasientas por la crema de manos de su madre, pero conforme iba pasando la noche empecé a preocuparme. Un cliente descontento, alguien que fue a la cárcel por mi culpa. O los catalanes. Aunque no era su forma de actuar, éstos preferían pegarte un tiro en la rodilla, cortarte una oreja y entonces ponerse a hablar e invitarte a alguna comunión. A las cuatro de la mañana, después de la llamada seiscientos cincuenta y tres, perdí los nervios.


- ¿Quién eres maldito hijo de puta? ¡Como te pille te juro que te meto una porra astillada por el culo hasta que la notes en el paladas y puedas adivinar la mierda del animal con la he embadurnado!

- ¿Una mala noche?

Era Maire Loizeau. Identificaría su voz en cualquier lugar aunque tuviera los oídos llenos de esperma de búfalo.

- Perdona Marie… el teléfono…

- Tranquilo, cariño, si yo te contara lo que sale por mi boca cuando recibo las facturas. Me dijeron que habías llamado.

- Sí. Necesito un favor.

- Dime.

Entre nosotros las cosas funcionaban así. Si uno de los dos pedía ayuda al otro, nada de preguntas.

- Información sobre dos personas. Christine Davis y Anthony Lorre. Ella es secretaria o algo así en una asesoría fiscal. Él es abogado.

- Me suena… creo que tuvo un problema hace unos años con un pepinillo, un oso de peluche y una menor… ¿Algo más?

- Que un día de estos me invites a cenar.

- Dalo por hecho, cielo.

- Gracias.

- Y Cooper… no vuelvas a hacer llorar a uno de mis ayudantes.

Y colgó. Algo parecido a un sudor frío me recorrió la espalda.

Desconecté el teléfono. Abrí una botella de bourbon y empecé a dedicar todos mis pensamientos a Adriana.


A la mañana siguiente, cuando el teléfono llevaba colgado diez minutos me llamó Eloise para decirme que le era imposible venir a limpiar la oficina y mi apartamento. Cuando le pregunté qué pasaba me dijo que nada importante, algo sobre la fianza de su madre. Ningún problema; mi apartamento podía aguantar otra semana de botellas vacías, agua estancada y mapaches.

Cogí mi sombrero y mi gabardina y me dirigí a la estación. Lo primero un buen desayuno. Encontré un bar abierto cerca de la estación. Era la típica cafetería especializada en aves nocturnas y perdedores. Una larga y estrecha barra y unas pocas mesas ocupadas por borrachos que dormían inmersos en su particular paraíso. Alguna cansada puta que se dejaba trabajar por el último cliente de la noche. Me quité el sombrero y lo dejé encima de la barra.


Se acercó la camarera. Era joven y casi llega a ser guapa. Se movía como tendrían que moverse todas las mujeres. Su cadencia la hacía ser elegante hasta con ese horrible uniforme. Me sirvió un café.

- ¿Qué va a ser?

- Solo café.

- Hacemos una tarta de cerezas deliciosa.

- ¿La haces tú?

Asintió.

- Entonces dame un pedazo.

Me sirvió la tarta.

Su aspecto y su olor se asemejaban a los residuos humanos que dejaban los adictos al opio. Ese olor me devolvió por unos instantes a las semanas vividas en Manila y al recuerdo de ella perdiéndose entre la niebla.

- ¿Qué te parece?

- El aspecto es horrible.

- El sabor es mucho peor. Lo siento, pero la cocina no es mi fuerte.

- Utiliza esto para cazar ratas – dejé la tarta en el plato después de desmenuzarla y ver como el plato se teñía con el color rojo de las cerezas -. Sírveme un bourbon y no le pongas agua. Ni hielo. Y empieza una botella nueva. Conozco los trucos que gastáis en estos antros.

Me sirvió la bebida.

Busqué en mis bolsillos el paquete de tabaco sólo para descubrir que me lo había dejado en casa junto con la ilusión por la primavera.

- Nena, ¿tenéis tabaco en esta cueva?

Me miró cansada y asintió.

- Dame dos paquetes.

Los tiró encima de la barra.

- ¿Me das uno?

- ¿No tienes tú?

- Los tengo en casa. El cabrón del jefe no nos deja fumar en el trabajo porque dice que causa mala impresión. Dime, ¿a ti te causa mala impresión verme fumar?

Tenía unos enormes ojos verdes con pintas amarillas. La boca fina y regular. La piel suave. La voz algo ronca, de contralto. Y su olor.

- A mi me gusta todo lo que hagas tú.

Sonrió.

- Salgo de aquí veinte minutos. Y vivo sola. Y no me gusta desayunar sola.

Encendí una cerilla. Se apoyó en la barra y encendió el cigarrillo mirándome directamente a los ojos. Su olor inundó mi vida.

- ¿Qué me dices?

- Lo siento, pero yo entro a trabajar dentro de veinte minutos. Y no puedo alejarme de la zona. Otro día.

- Como quieras. Me llamo Cora.

Me quedé en la cafetería hasta que vino la chica que sustituía a Cora. Habíamos estado hablando de nada en concreto y sin entrar en detalles personales. Cora tenía el tipo de belleza que me fascina en las mujeres. Era inteligente y divertida. Ella fumó a costa de mis cigarrillos y yo desayuné a costa del jefe. Cuando salió me dejó acompañarla un par de manzanas.

- Bueno Cooper. Cuando quieras que nos veamos para desayunar pasa por la cafetería. Serás bien recibido. Trabajo de noche. Pero los fines de semana y las mañanas podrían ser todas tuyas.

- No querría no dejarte dormir.

- Tranquilo, no duermo mucho.

Y empezó a alejarse de mí. Viendo deslizarse a Cora me sorprendí pensando que quizá todo no estaba perdido.


Tras dejar a Cora entré en la estación y entretuve unos minutos buscando la consigna. Cuando la encontré busqué el mejor sitio para controlarla y que me permitiera pasar desapercibido. Encontré ese lugar apoyado en la barra de un bar tomando un segundo desayuno a base de un combinado que me enseño mi abuelo y que él utilizaba para desinfectar las herramientas del campo, algo que incluía bourbon, ginebra y gasolina de mecheros.

A las once y cuarto la señora Tremayne entró en la estación de autobuses; justo dos horas después de lo acordado. Pensé que era una suerte que solo fuese un chantaje y no un secuestro porque a esta hora el rehén ya estaría haciéndole compañía a Jesús y a Hitler en el infierno. Vestía de negro, con una enorme pamela de la que se desprendía un velo que le cubría el rostro. Si su intención era no llamar la atención, no lo conseguía. Andaba pegada a la pared y su cabeza, como víctima de una extraña posesión diabólica, se movía de un lado a otro lado intentando adivinar de dónde podría venir la amenaza. En una mano sostenía una pequeña bolsa de papel donde supuse que llevaba el dinero. La otra mano estaba ocupada ocultándose tras el velo. Seguro que estaba matando las incontables lágrimas de pena y dolor que sentía por desprenderse de esa cantidad de dinero que podía haber invertido en peluquerías, zapatos o en la restauración completa del templo.


Si no fuese testigo directo de la aparición e la sra. Tremayne nunca hubiese creído que pudiera existir una persona tan estúpida y que entendiera menos la expresión pasar desapercibida. Incluso Betty saliendo desnuda de la ducha dando saltitos llamaría menos la atención en un convento de monjas maoistas. Protegía la bolsa contra sus pechos con la misma ansia que si fuesen su último par de pelucas y fuera a visitarla el soso de Robert Taylor. En un par de ocasiones rompió el murmullo general de la estación con dos fantásticos gritos. Gritó porque dos hombres se le habían acercado más de lo que ella consideraba prudente. Perdió unos minutos buscando la consigna. Tuvo que pedir ayuda a un mozo. Al fin encontró la consigna 1280. La abrió y procurando que nadie la viera, metió dentro la bolsa. Volviendo sobre sus pasos salió de la estación. Solo quedaba esperar.


jueves, 11 de septiembre de 2008

Nota al lector

¡Oh dilectísimo lector de estas aventuras y cuitas de nuestro detective favorito Cooper!

Permíteme unas palabras. A partir de este mismo momento queda abierta la veda de comentarios, sugerencias, propuestas, opiniones y requiebros. A partir del próximo capítulo tendréis la oportunidad de intervenir directamente en las aventuras de Cooper con vuestros deseos. Al ser ésta una novela pura y abiertamente comercial me plego ante los deseos de la masa lectora. Lo que querais leer, me lo decís y será añadido a la novela. Eso sí, con algunas reestricciones. Aunque os respeto y admiro, no puedo dejar el fruto de mi vida en manos de unas personas que leen este tipo de cosas en horas de trabajo.

Así pues una serie de normas:

1. No se permite nada que atente contra la estructura básica de la novela. Tengo el argumento mínimamente construido. Permite muchas libertades, pero con restricciones. Ejemplos: nada de ideas del tipo "Quiero que Cooper muera". No. Es el narrador. No va a morir. "Quiero que aparezca una invasión extraterrestre de flexos mutantes que lanzan pizzas". Esto es una estupidez y no va a pasar. "Me gustaría que aparecieran animadoras borrachas y con ganas de juerga". Esto es negociable.
2. Hay un personaje que es intocable. Betty. No os paséis con ella. "Pero es que yo quiero que aparezca desnuda pegando saltitos". Tranquilo, aparecerá.
3. Comentarios del tipo "Eres el mejor escritor de la historia", "Te deseo y quiero que ates y me hagas el amor de forma furiosa ", "Soy soltera y creo que eres un tipo superatractivo y me gustaría conocerte mejor... y con un par de copas en el cuerpo me vuelvo supercariñosa" serán aceptados e incluso premiados.
4. Se aceptarán y se animaran las discusiones entre los lectores. Si una discusión llega a niveles de violencia preocupantes, la liza se arreglara con el siempre democrático arte de la lucha en el barro.
5. En el fondo haré lo que me de la gana, pero, seamos sinceros, con comentarios esto puede ser muchísimo más divertido.

Y ya está. Nos vemos el domingo con una nueva entrega. Un abrazo a todos, pero más cariñoso a ellas.

domingo, 7 de septiembre de 2008

2. Contactos III

Eloise y yo comimos en un pequeño restaurante italiano cerca de la Benet Corporation con unas maravillosas vistas a un matadero de tortugas. Mi comida se redujo a una copa bourbon y un paquete de cigarrillos. Eloise estaba acostumbrada a mi dieta y no comentó nada, a diferencia de aquella medio relación que tuve con doce años que no podía parar de hablar y de explicar lo que comía, dejaba de comer y comentar su dieta macrobiótica a base de vomitos y lavativas orales. Para que se callara de una vez y me dejara tranquilo con la forma de vida que había elegido no me quedó más remedio que meterle siete hamburguesas a la vez por uno de sus orificios corporales y abandonarla borracha y disfrazada de oso panda en Tijuana.


Eloise pidió un plato de tortellini y un buen vaso de vino.

 ¿Qué te cuentas, Eloise? ¿Algo nuevo en el despacho del alcalde?

 Si yo hablara. Ese despacho es un nido de putas. Pero de mi boca no saldrá nada. No voy a ser yo la que tire piedras sobre su propio tejado. Criticar al jefe es como criticarte a ti misma y yo no soy de esas que van largando todo lo que saben al primero que encuentran. Dios me libre de hacer eso. Pero el alcalde… menudo es… Un putero con todas las letras. Con las siete. Nada más decirte que el otro día entro en el despacho y me dice mira Eloise, límpiame bien ese sofá que le han salido unas manchas muy raras y no se van con nada, ni con agua ni con soda, porque la soda mano de santo para las manchas, sobre todo de sangre porque hace años limpiaba en la casa de Toni “Dedos cerdos” Romano y cuando lo mataron a tiros a él, a toda su banda y a toda su colección de cerdos chinos pues adivina quien fue la guapa que tuvo que limpiar toda la sangre… pues yo… hala… que la poli será muy buena para lo suyo o de eso le gusta presumir, pero para coger un mocho, no, eso no, es que no lo dice el reglamente, reglamento te daría yo, porque como estaba la casa de Toni... no solo de sangre, no, que allí había de todo, como estaba tan gordo... era uno de los hombres más gordos que había visto en mi vida, pero no tanto como mi suegro, que el diablo lo tenga a su derecha, que mató a tres esposas intentado tener un heredero, pero bueno, esto ya se lo he contado antes... ¿por dónde iba? A sí, el alcalde, pues va y me dice que limpie la mancha y yo que me pongo dale que te dale y mira… manchas raras… una mierda de raras. Si yo ya sabía que era todo eso… si hasta aun olía… olía al cuarto de mi hijo pequeño que tiene catorce años y se pasa todo el día metido en su cuarto dale que te pego… sabía yo bien que era eso. No zumo, precisamente. ¡Pero si encontré unas bragas en la papelera! Y no era de la talla de su mujer precisamente. Un guarro, no te digo más. Un cerdo, con permiso de Toni que era el más cerdo de todos… ¡cómo se reía cuando se lo decía! Pero es que la alcaldesa…. qué bicho… es más idiota… para mí que tiene que llevar veinte años estreñida porque sino no se entiende la cara de contrahecha que me tiene… Me da una manía, pero en fin, de todo hay en la viña del señor, o eso dicen los curas, pero esos, bueno... para hacerles caso... y porque no me pongo a contar lo que sé de la alcaldesa… porque si no arde Troya… mucha afición a la hípica es lo que tiene, ya me entiende… Aunque te digo una cosa, el día que yo me decida hablar y explicarlo todo se cae esta ciudad a trozos.

 ¿Y qué tal por la Benet Corporation? ¿Algo que me puedas explicar?

Eloise me miró fijamente y por primera vez desde que nos conocimos permaneció más de cinco minutos en silencio.

 No hay mucho que explicar.

 Vamos, Eloise, en una oficina tan grande…

 Es que…

 Elosie… Sabes que somos amigos. Nada de lo que me cuentes saldrá de esta mesa. ¿Alguna vez te he engañado?

 No es eso, no es que desconfíe de ti. Es que allí dentro… Bueno… yo estoy bien, soy la fregona y nadie se mete conmigo. Es que allí no pasa nada, para ser una empresa tan grande…

 ¿Hay alguna asesoría fiscal o algo parecido?

 Uff… tres o cuatro.

 La jefa es una gorda inútil.

Eloise abrió enormemente los ojos al oír eso.

 Mira Cooper, no hables así de las personas que no conoces. La señora Cummings es una bellísima persona.

 Perdona, Eloise.

 ¿Y qué interés tienes tú en la señora Cummings? ¿No la querrás meter en un lío?

 No, es una información adicional para un caso.

 Pues la señora Cummings no tiene nada que ocultar, ¿vale? Y en la empresa no pasa nada importante.

 ¿Quién trabaja con la señora Cummings?

 Su secretaria, un abogado… buena gente… y su sobrino, pero son buena gente.

 ¿Me podrías hablar de ellos?

 ¡Son buena gente! No tienen nada que ocultar… y son mis amigos.

 Perdona, Eloise… solo una pregunta más, ¿trabaja allí dentro una tal Diane Tremayne?

Permaneció pensativa unos segundos.

 No. No conozco a nadie que se llame así. Pero allí dentro trabaja mucha gente. Y perdona por haberte hablado así… es que hablar mal de gente que quiero… no puedo hacerlo.

 No te preocupes Eloise. Sigues siendo mi ángel.

 Y usted, ¿no me cuenta nada?

Eloise no me había contado nada importante. Estaba completamente seguro que sabía a la perfección lo que pasaba allí dentro. Pero por algún motivo que solo ella conocía no quería decir nada. No iba a presionarla. De momento.


Era mi turno.

Un pacto es un pacto.


Me acomodé en la silla, me encendí un cigarrillo y le conté un caso que me contó un colega antes de que la mafia canadiense le colocará de un disparo los testículos por lentillas. Dos hermanas. Una hermana mata a la otra por envidia. Hasta aquí todo normal. Envidiaba a su hermana porque ésta había sido siempre la guapa de la familia, la que poseía ángel, la que enamoraba a todo el mundo, la que fumaba y no se le ensuciaban los dientes y la que tenía el pelo más limpio. Ella era la antítesis de todo eso. Durante toda su inútil vida fue acumulando un odio progresivo hacia la perfección de su hermana, hacia la fascinación que ejercía sobre sus padres, hacia el encanto, la simpatía y el amor que despertaba en todos los conocidos. Hasta que una noche le clavó un hacha a su hermana en los omóplatos y le arrancó el cuero cabelludo a mordiscos. Lo hizo pasar por un suicidio. La descubrieron porque en el entierro, cuando el cura dijo lo de “descanse en paz”, ella empezó a reírse y a reírse diciendo que ahora ella era la guapa de la familia y que por fin tenía el pelo limpio. La detuvieron. La interrogaron y llegaron a la conclusión, después de consultar con catorce psiquiatras, que sufría cuatro o cinco enfermedades mentales: quintuple personalidad (una mujer, un hombre, un bebé de meses, una princesa rusa y una puerta), ataques graves de esquizofrenia, un ego anormalmente disminuido, paranoia, manía persecutoria y veía a todas horas hombrecitos verdes.

Volví a mi despacho. Betty se había ido temprano porque había quedado con una pareja de hermanos siameses y tenía que encontrar a una amiga que quisiera salir con ellos. Me había dejado un mensaje escrito en la pared con barra de labios. Había llamado la señora Tremayne. Había dejado un número de teléfono. Llamé.

Al tercer timbrazo se oyó la voz de mi cliente.

 ¿Alò?

 ¿Qué quería señora Tremayne?

 ¿Quién es?

 Cooper.

 Oh… hola detective… - su voz adquirió el tono seductor de una gata atrapada en una prensa hidráulica.

 Sí, hola.

 ¿Cuánto tiempo, no?

 No el suficiente.

Se puso a reír como una hiena en celo que hubiera visto caerse a una vieja.

 ¡Qué gracioso es usted! No se porque intuyo que usted siempre me hará reír.

 Al grano, sra. Tremayne. ¿Por qué me ha llamado?

El todo de su voz cambió al instante. De ser una versión de dos dólares de Mata Hari pasó a convertirse en una emperatriz del dolor de ciencuenta centavos.

 Esta mañana he recibido otra carta. Piden 50.000 dólares. Que los lleve mañana a la estación de autobuses a las nueve de la mañana y deje el dinero en una consigna. Una vez echo que me vaya. Que no llame la atención y que vaya sola. Me han enviado una llave. Dicen que tire la llave una vez hay dejado el dinero, que no la tire antes, y esto lo han recalcado mucho. Pero, si tiro la llave, ¿cómo podrán abrir ellos?

 Supongo que tendrán una copia.

 Claro… es lógico… es usted increíblemente sagaz… ¿se dice así, verdad?

Suspiré.

 ¿Qué puedo hacer, sr. Cooper?

Y empezó a llorar. Largos y ruidosos sollozos desde el otro lado del teléfono. Sorbidos de mocos y retahílas de “Ay señor” y “Porque lo malo solo le pasa a las personas buenas”.

 Haga lo que le piden. Yo estaré vigilando la consigna. Veré quien recoge el dinero y todo habrá acabado. Tengo alguna idea de quién es el que está detrás de todo esto, pero aun es pronto para dar nombres. ¿Le ha comentado a alguien que me ha contratado?

 No, a nadie.

¿Tiene algún problema para conseguir el dinero?

 Ninguno. Tengo unos ahorrillos personales en el cajón de la lenceria, entre mis braguitas de fantasia...

 Por favor, señora Tremaine... no entre en detalles. ¿De acuerdo entonces?

 Completamente de acuerdo, sr. Cooper. Tengo miedo. Mucho miedo de lo que pueda pasar. Suerte que usted está de mi parte. Se le ve tan fuerte y seguro… Tan hombre… tan como lo que yo he estado buscando toda la vida… Y yo soy tan débil… tan femenina y necesitada de protección y amor.

 Sra. Tremayne, no estoy de su parte. Eso que quede claro. Estoy de parte de su dinero. Es mucho más bonito e inteligente que usted. Y discúlpeme. Con un poco de suerte mañana habrá acabado todo y solo nos volveremos a ver el día que cobre mis honorarios.

 Qué Dios le bendiga sr. Cooper.

Colgué.

Esta mujer me sacaba de quicio. Me encendí un cigarrillo. El griego de la habitación de al lado lanzó uno de sus ya famosos eructos que hicieron saltar un par de alarmas y que los perros y las viejas se creyeran que había llegado el día del juicio final. Me preguntaba que ocurría dentro de la Benet Corporation para que una sindicalista violenta como Eloise hablara bien de sus jefes. Eso no era normal. Y la imagen de David Gardfiel en el periódico… Realmente esperaba que todo acabara en un par de días. Mi vida era aburrida y sin complicaciones y así quería que siguiera.

Aunque Adriana podría complicarme un poco la vida.

No te ilusiones. Recuerda lo que les pasa a todas las mujeres que se acercan demasiado a ti.

Recuerda Manila.

Sonó el teléfono.

Contesté.

Antes de que yo pudiera decir Sprachgeschichte, colgaron.

domingo, 31 de agosto de 2008

2. Contactos II

Sin otra cosa que hacer en el despacho decidí salir a dar una vuelta. Betty había acabado de arreglarse las uñas y había empezado con las pestañas. Decidí no decirle nada y salí sin hacer ruido; es mejor no interrumpirla cuando está inmersa en tan delicado trabajo. Quizá Betty era incapaz de ordenar unas hojas numeradas del uno al dos, pero era capaz de conseguir que sus pestañas parecieran obra de dios si se le daban un par de horas.


Cuando salí a la calle llamé a un taxi.

 ¿Dónde?

 A la Benet Corporation.


El coche arrancó suavemente deslizándose por la calzada con la misma tranquilidad de una bailarina entre los brazos de un par de maricas. Me había subido en el único taxi con respeto a la vida ajena de la ciudad. Cuarenta minutos después para recorrer seis manzanas, bajé del coche. Ante mí, la Benet Corporation. Era el tercer edificio más alto de la ciudad. Un monstruo de metal, acero y cristal coronado por un desfasado acabado art decó. Me acerqué a la entrada. Un portero extendió el brazo.


 ¿Dónde va?

 Quería entrar.

 ¿Por qué?

 Tengo una cita.

 ¿Con quién?

Me la jugué.

 Con la señora Ann Cummings. Tengo cita con el abogado que trabaja para ella.

Me miró como se mira a un negro en Alabama.

 Puede pasar. Piso veinticinco. Para usted no funciona el ascensor.


Hay que reconocer que tengo un magnetismo especial con las personas. Suelo provocar un odio enfermizo en cualquier forma de autoridad, aunque esta autoridad esté representada por un gilipollas vestido de rojo y con una gorra que no llevaría ni mi abuela cuando la tenían secuestrada los amish verdaderos, que en paz descanse.

Subí los veinticinco pisos a pie. Mi amigo de la puerta había avisado a su amigo del ascensor y para mí estaba estropeado. Como no me apetecía dejar a nadie huérfano decidí comportarme como un cobarde y subir a pie.

Doce cigarrillos después, estaba delante de las puertas de las oficinas de Ann Cummings, también conocida como Diane Tremayne. Me puse unas gafas de pasta que siempre me hacen parecer inofensivo a los ojos de las mujeres y entré. La oficina era el típico despacho cuya decoración había provocado más suicidios que la muerte de Rodolfo Valentino. Algunas mesas, todas vacías, una máquina de agua y en un pequeño rincón una máquina de café con algo de agua corrompida para hacerse un buen reconstituyente. Eran unas oficinas de interior por lo que la luz era mortecina, aburrida y ayudaba a sentirse miserable y sin ganas de vivir. Solo había una muchacha. Supuse que era la recepcionista.


 Buenos días  dije con mi mejor voz.

 Buenos días, desconocido.


Una preciosa voz de una preciosa muchacha de veinte años. De pelo negro y ojos verdes. Labios carnosos y la mirada de alguien que ha vivido más de lo que le supondría el jersey hasta el cuello y la crucecita que le caía sobre unos pechos bíblicos que podrían haber competido con los de la mismísima virgen María.


 Estaba buscando a la señora Ann Cummings.

 Lo siento mucho, sr…

 Finlay.

 Hoy es el día de la amistad.

 ¿El día de la amistad?

 Un día al mes la señora Cummings se va con todos sus empleados y su sobrino a un picnic de amistad. Por un día dejan de ser solo compañeros de trabajo y pasan a ser amigos, comen sobre un gran mantel en el parque, juegan a golpear la piñata, a pelota, a la botella…

 Suena tan…

 Repulsivo.

Sonrió de forma pícara y se mordió ligeramente el labio.

 ¿Y tú qué haces aquí?

 Aburrirme.

 ¡Qué pena!

 La oficina no puede quedarse sola. Alguien tiene que atender a los desconocidos y decirles que vuelvan mañana.

 Pero supongo que sí saldrá a tomar algo a media mañana.

 Solo si tengo buena compañía.

 ¿Y dónde podría encontrar esa compañía, srta…?

 Adriana. Creo que muy cerca.

Cuatro cigarrillos y seis orgasmos después abandonamos el cuarto de las escobas. Mientras Adriana se ajustaba las medias me preguntó si la llamaría algún día. Le dije que claro, que lo diera por supuesto.


 Espero que no te vayas a enamorar de mí. A mi novio no le haría gracia.

 No lo creo, tranquila.

 Pues nos vemos un día de estos.

 Tenlo por seguro.


Se puso de puntillas y me dio un pequeño beso en los labios. Se acabó de ajustar la falda y volvió a la oficina moviendo ese pequeño trasero que minutos antes había estado en mi boca.

Bajé los veinticinco pisos y salí a la calle descargado y extrañamente optimista. Compré un periódico y me metí en un bar llamado Silver tits para tomarme un par de whiskis antes de la hora de comer. Hice un par de llamadas desde la cabina por otros asuntos que tenía entre manos y me planté en la barra. Dejé el sombrero a un lado y me encendí un cigarrillo. El camarero, un ruso con pinta de irlandés, se acercó.

— ¿Qué va a ser, amigo?

Le miré directamente a los ojos. Era un tipo repulsivo. Una mezcla mal echa de un buho y un oso. Me acordé de una vez que fui con unos amigos a un circo de fenómenos que llegó al pueblo. Este tipo se parecía enormemente al increíble hombre ladilla.

— Un whisky.

— ¿No es un poco temprano para una bebida tan fuerte, amigo?

— Póngame el whisky.

— Mire que le puede sentar mal, amigo — y me puso una mano en el hombro.

Le cogí de las solapas.

— Mira, amigo. Primero, deja de llamarme amigo. Segundo, tomaré lo que me venga en gana a las horas en que me venga en gana. Y tercero, vuelve a tocarme y tendrás que aprender sorber pajitas por el culo para poder tomarte la sopa.


Le dejé ir. Sin volver a dirigirme la palabra me sirvió la bebida y dejó la botella. Le agradecí el gesto con mi más absoluto silencio.

Entretuve el tiempo leyendo el periódico. Nada interesante. Forajidos en el Savoy. Me hacían gracia estas películas de detectives y gansters. Aunque tenía que reconocer que por una mujer como Ava Gardner yo también cometería algunas estupideces. En el Rex hacían El fantasma y la señora Muir, con ese prodigio llamado Gene Tierney.

 Sí, cabrón  le dije a Dios , a veces haces las cosas bien.


El resto del diario era la esperada sarta de mentiras y la típica sucesión de corrupciones, asesinatos, violaciones, desmembramientos, abusos, canibalismos, zoofilia consentida y suiciods dentro de picadoras de carne industriales. Sin embargo, una noticia me llamó poderosamente la atención. En grandes titulares se anunciaba la compra de Tejidos Baker por parte de David Garfield. Aparecía en la foto elegantemente vestido dando la mano al bueno de Jeff Baker. Conocía la historia de Baker y sabía que por nada del mundo habría vendido el negocio familiar que con tanto esfuerzo había fundado su abuelo después de meses exterminando indios, cuaqueros y otras alimañas. Pero también conocía bien la historia de David Baker y conocía el tipo de argumentos que utilizaba cuando alguien no aceptaba su primera oferta. Sonreía a la cámara con una sonrisa casi infantil y se le veía dando una congelada palmada en el hombre de Baker. En un segundo plano, pero no con menos protagonismo, podía verse a su esposa Monique. Su fría mirada atravesaba la página del diario. David… con su cara de niño bueno… Monique con su cara de zorra agusanada… Los muy cabrones lo estaban consiguiendo.

Cerré el periódico intentando recuperar mi buen humor. Me llené el vaso y encendí un cigarrillo. Tenía que reflexionar sobre todo lo que me había contado Adriana. Sonreí al recordar a la muchacha. Menuda lengua. En todos los sentidos.


La dueña del negocio era una tal Ann Cummings, una mujer enorme e idiota que se creía una reencarnación femenina de Rockefeller. Con ella trabajaban dos personas. Anthony Lorre, abogado y como buen representante de esta especie, un chulo pagado de sí mismo que presumía de tener entre las piernas la octava maravilla del mundo.

 Y la verdad es que no es para tanto. Es uno de esos pesados que se han leído cuatro libros y lo hacen todo de manual. Tantos minutos con una teta, tantos con la otra, ahora una caricia… aburrido.

 ¿Y quién más trabaja?

 No hables… la lengua donde tiene que estar… ahh… sí… perfecto… Luego está la aburrida de Christine Davis. Una niñata con tanto pecho como cerebro, o sea ninguno. Es la secretaria personal de la sraaaaaaa… ¿cómo puedes ser tan malo? … Cummings. Tiene toda su confianza. Y luego está el sobrino. George no se qué… No se le conoces más vicios que la ópera y el cine, ni novias, ni novios, absolutamente nada… lo único que he podido sacarle es que un día de estos abrirá un local de jazz… aburrido…

 ¿Quién yo?

 No… tú eres muy simpático. Ahora por atrás. Aparta las escobas si te molestan. Así… uff… me encanta. Lo mejor de todo es que la odian.

 ¿Quién la odia?

 Todos. Y no me extraña. Es idiota. Y rica. La peor combinación. Pero no hablemos más y pégame un poco.

Adriana me contó más cosas. Por ejemplo que el sobrino no trabajaba directamente con Ann aunque se encargaba de varios de los asuntos de la oficina. Y que aunque nunca lo hubiera dicho, odiaba profundamente a su tia. Y pese a ser tan simpático con los otros dos, ella creía que en verdad los despreciaba. Y que Anthony Lorre iba mal de dinero por unas deudas de juego y por dos ex mujeres. Que Christine parecía una mosquita muerta, pero ella la había visto montárselo con dos tipos en una fiesta de la oficina, aunque estuviera casada. Y que Anthony Lorre y Christine estaban liados.

 ¿Y tú cómo lo sabes?

 Porque me gusta mirar. ¿A ti te gusta mirar?

 Sí.

 Pues mira lo que sé hacer sin utilizar las manos.


Me serví otro vaso. Quizá sí que volvería a llamar a Adriana. No solo por lo flexible que era, sino porque había hablado bien y estaba medio convencido que un día podría considerarla una amiga. Y por lo que me había dicho, este caso estaba casi cerrado. No era muy difícil sumar dos más dos aunque a Betty está pregunta le costó tres semanas. Por fin un caso fácil, un caso sencillo que me permitiría pagar mis deudas a los catalanes. Había llegado a mis oídos que éstos empezaban a ponerse nerviosos.