domingo, 12 de octubre de 2008

4. La santa espina III

Volví al despacho bien entrada la noche. Tras salir con todos mis miembros en su sitio de La santa espina, decidí dar un largo paseo por Camel park, una extensión de bosque de diez metros cuadrados que era el orgullo de la ciudad y al que se consideraba su pulmón verde. Fue un paseo tranquilo y sin incidentes salvo el encontrarme debajo de uno de los puentes con unos quince pandilleros que violaban a una cabra y a los que me vi obligado a enviar al hospital con varias conmociones y unos treinta litros de sangre menos. Mañana les enviaría flores a sus madres, si es que las conocían.

La noche era fría; húmeda como la entrepierna de una rubia ante un anillo de diamantes. Tenía tres meses para saldar mi deuda con los catalanes. Tiempo suficiente. Sacaría todo lo que pudiera de Diane Tremayne, alargaría el caso hasta que solo quedara de ella litros de grasa y un eterno agradecimiento. Y si esto no funcionaba siempre podía vender algunas de las fotos que guardaba en el archivo de casa. Vender un par de fotos de tal actor adorado por todas las madres haciéndole una mamada a su caniche, o a tal actriz infantil, adorable bailando en las escaleras de las casas de los pobres para alegrarles la vida, participando en una misa negra vestida de papagayo. Pero esto sólo en caso de extrema necesidad.

Miré el reloj que me había regalado mi abuelo justo angres de saltar embadurando en miel a una jaula llena de osos pardos neuróticos alimentados durante dos semanas de yogures desnatados.

Las tres y veinticuatro de la madrugada.
Cora aún estaría trabajando.

Enfilé hacia el despacho. Podría echar una ojeada a los informes que me había mandado Maire Loizeau. Trabajar un poco y olvidarme de que esta noche tampoco podría dormir.

La noche era demasiado tranquila.

Entre en mi despacho. Encendí la lamparilla de la mesa y un cigarrillo. Abrí una botella de bourbon. Me quité los zapatos y puse la radio. Empezó a oírse a Billie Holliday. Strange fruit. Abrí el sobre. Dentro encontré dos carpetas. Un par de hojas por informe y una fotografía. Marie era un encanto. Sabía lo poco que me gusta leer y me había hecho un resumen para tontos. Tenía que invitarla a cenar.

Anthony Lorre. Abogado pagado de sí mismo y convencido que entre sus piernas lleva un milagro de la naturaleza tal que justifica por sí solo nueve cruzadas más. Atractivo si a la tía en cuestión le gustaban los altos algo canosos, de sonrisa ancha, pecho grande y peludo. Eso sí, llevaba una pierna de madera porque la original la perdió en una salvaje orgía con azafatas de congresos. Se la arrancaron a bocados en un momento de incontrolable pasión. Un dato curioso es que cuando se pone nervioso sufre el conocido síndrome de Starr; una profunda dislexia verbal que hace que trabuque todas y cada una de las palabras que pronuncia. La única forma de superarlo es hacer una cruel imitación del presidente Roosevelt. No es mal abogado. Empezó una brillante carrera como criminalita, pero un turbio asunto con una menor, un oso de peluche y un pepinillo en vinagre estuvo a punto de hacerle perder la licencia. Le salvó el culo Ben Andrews. Y le ofreció un trabajo. Ahora se refugia en casos de asesoría fiscal, polizas, nominas y casos menores de borrachos que se la cascan en el metro. Un detalle: adicto a las apuestas ilegales en carreras de pingüinos. Y por lo que parece no soy el único que debe dinero a los catalanes.

Christine Davis. Secretaría. Unos veintinueve años. De buen ver. Se la podía llamar atractiva si uno iba suficientemente borracho. Bonitas caderas. Su propia madre la definía como "una zorra borde, cruel y fría". Internada de pequeña en un psiquiatrico por intentar matar a su hermano pequeño de una paliza con una zapatilla. Durante un tiempo trabajó de entrenadora de boxeo hasta que la echaron por cruel. Consiguió un trabajo de secretaria para la Benet Corporation, pero aspira a más. A mucho más. Se la conocen infinidad de novios, amantes y parejas. No parece tener un criterio claro porque se lo tira todo. Los últimos tiempos mantiene una relación más o menos estable con Anthony Lorre.

Y poco más. Pero era suficiente.

A veces me pregunto de donde puede sacar este tipo de información Marie. Mejor no preguntar si quería conservar la lengua en su sitio.

Me desperecé en la silla. Encendí un nuevo cigarrillo y llené hasta arriba el vaso de bourbon. Miré a través de la ventana. Una intensa niebla se deslizaba sinuosa entre las calles y los edificios, como una serpiente entre la fresca hierba. La noche era demasiado tranquila. Hacía un par de días que no oía los continuos pedos del griego del despacho de al lado. Mala señal.

El caso de Diane Tremayne estaba a punto de cerrarse. Solo había que saber sumar. Y mañana sería el día de repartir un par de hostias para que empezaran a hablar los que tenían que hablar. A pesar de todo había sido un caso sencillo. Apagué la luz de la mesilla y me relajé contemplando la calle, como ésta se contagiaba poco a poco de la niebla. Se ocultaban los edificios y el mundo desaparecía. El gris era un color maravilloso. Lleno de matices, de tranquilidad, de secretos. Contemplando como el gris se adueñaba de la ciudad, casi dejé de sentir ese dolor en el pecho. Sin saber muy bien cómo era posible, empecé a sentirme algo mejor. Sin darme cuenta me dormí.

Soñé con Cora.

Estábamos en un restaurante. Ella vestía de negro. Un vestido elegante, escotado hasta lo permitido. Cenábamos en silencio, mirándonos a los ojos. Feliz. Me sentía feliz en el sueño. Hasta que apareció una sombra. Intenté decirle algo a Cora, pero se me cayó la lengua al plato. La sombra disparó y los sesos de Cora hicieron de guarnición en mi plato a un entrecot poco hecho.

Me desperté y encendí un cigarrillo. Di un largo trago de bourbon.
El teléfono empezó a sonar.
- Cooper.
Una voz desconocida. Masculina. Agradable.
- Ha empezado.
Y colgó.

Media hora después volvieron a llamar.
- Cooper.
- Adivina quién soy.
Era Ralph Walsh. Inspector de policia y algo parecido a un amigo.
- ¿Qué pasa?
- Ven enseguida al descampado de la treinta y nueve y Norton.
- ¿Por qué? ¿Alguna de tus amigas ha vuelto a dejarte sin pantalones?
- No. Hemos encontrado un cadáver. Una mujer. Según parece era o es una de tus clientes. Los primeros indicios apuntan a que ha sido asesinada.



2 comentarios:

Anónimo dijo...

Home! Jorge...pensava que no em deixaves escriure comentaris!!!!

Sospito que l'assassinada és la Diane Tremayne?!?!?!? Quin merder, noi!

Escolta! lo dels "catalanes" genial!!!

PD m'ha costat "els homes que no estimaven les dones" però ara ja n'estic completament enganxada!
Gràcies per una altra bona recomanació!

Jorge dijo...

Laura ha estat un accident el tema dels comentaris.

Ja veuras quí és el mort. I merder? Si tot això acava de començar. I el temas dels catalans... bueno, es un homenatge a casa nostra. Un retrat fidel.

I sabia que t'agradaria el llibre.