domingo, 26 de octubre de 2008

5. Un cadáver en la niebla II

El cadáver de la mujer que conocí como Diane Tremayne había sido literalmente follado a puñaladas. El cuerpo estaba boca arriba. Los brazos por encima de la cabeza como una odalisca y las piernas abiertas hasta que los talones rozaban las orejas. Desde el cuello hasta las piernas, su cuerpo no ofrecía un lugar que no hubiera sido perforado. La mayor concentración de heridas se presentaban en el pecho y la entrepierna. Dentro de lo grotesco, la cara casi la habían respetado. Solo le habían partido la nariz hundiéndosela por entero en la cara. Le habían dibujado en la mejilla derecha un "I". La mandíbula aparecía desencajada de tal forma que parecía que encontraba divertida la situación y la lengua la habían clavado con una grapa en mitad de la frente. Pese a las heridas, aun se reconocía la cara de mi antigua cliente en aquel puzzle diseñado por un ciego.

Y en un detalle realmente inquietante le habían puesto en la cabeza unas orejas de burro hechas de felpa.

A primera vista parecía que iba desnuda, lo que podría explicar los vómitos. Pero si uno se fijaba bien y desviaba la atención de los preciosos tobillos de la doctora Monroe, ayudante primera del forense, podía ver que sí iba vestida, pero que su vestido estaba destrozado por las heridas. Eso sí, a ojos y pesadillas de los espectadores, se ofrecían sus rubicundos pechos como sacrificios a la luz de la luna. Sin embargo, a uno le faltaba un pezón y el otro pendía hasta casi rozar el suelo.

- Joder... parece que alguien se lo pasó bien anoche.
- Y eso que no has visto el coño. Se la han follado con un cuchillo.
- ¿Cómo sabes que ha sido con un cuchillo?
- Hablo por hablar, Cooper. Como comprenderás esto no se hace con un ladrillo.
- Lo pillo.
- Lo que no sabemos es si se lo hicieron mientras estaba viva. Sé que hay tías que les gusta meterse cosas raras, mi madre es un buen ejemplo de ello, pero dudo que esto sea un ejercicio de masturbacion extrema.
- ¿Con una sierra?
- O con un hacha de leñador... Tendremos que esperar a la autopsia.
- Quien ha hecho esto es todo un artesano.
- ¿Y mi bocadillo?
Alcé la vista. Walsh recibió su bocadillo. Hablaba y masticaba a la vez y podía ver perfectamente la primera parte de su proceso digestivo.
- ¿Pueden darle la vuelta?
Un par de técnicos, con ayuda de una mula, giraron lentamente el cadáver.
- Hay algo escrito.
- Sí - dijo Walhs -. Nuestros chicos ya lo han visto y lo han apuntado en alguna parte.
Leí lo que había escrito en la amplia espalda de mi cliente.

Ésta es la hora de la noche en que las tumbas
abren del todo sus rugientes bocas.

- ¿Qué significa?
- Ni puta idea - dijo Walsh -. Ya sabes que yo de letras no entiendo. Lo máximo que llego a leer son las pintadas de las puertas de los lavabos. Supongo que alguien se aburre. No es un trabajo fino, Cooper, pero no se puede decir que no es efectivo. Y ahora pregunta de exámen, ¿cuál crees que es la causa de la muerte?
Medité un rato la respuesta.
- Envenenamiento por plomo.
Walsh lanzó al aire una de sus poderosas carcajadas. Su risa se parecía al rebuzno de un burro cuando lo castraban con dos planchas calientes.
- Oye... - dijo uno de los técnicos -. Que esto pesa.
Y dejaron caer el cadáver levantando una nube de polvo. Por suerte no me pilló un pie. Si no ahora estaría ganándome la vida como el bailarín cojo de la salida del metro.
- ¿Cuántas heridas calculas?
No contesté.
- Si te interesa, los chicos del forense han hecho una apuesta. Se juegan veinte dólares por cabeza. La apuesta más baja son veinticinco heridas y la más alta, cuarenta. Si quieres te puedes apuntar...
- No gracias.
- Esto me recuerda a un caso que tuve hace unos años. La prensa lo llamó el carnicero de Alabama, yo lo recuerdo como el gilipollas aquel.
- Es menos poético.
- ¿Sabes algo del caso?
No contesté porque sabía que no esperaba una respuesta de mí. Walsh estaba dando vueltas con la esperanza que le contara lo que sabía de Diane Tremayne. No se lo iba a poner fácil. Dejaría que preguntase él, y luego yo le contaría lo que me saliera de mis grandes y duras pelotas.

- Un tipo en Alabama se aburre. Hasta aquí normal en un sitio donde solo puedes follarte a tus gallinas o ahorcar negros. Pero el tipo se aburre más de lo normal, así que decide cargarse a la zorra de su mujer y no se le ocurre otra cosa que clavarle un cuchillo de caza en la cabeza. Pero tiene tan mala suerte que la esposa no muere ni a la primera, ni a la segunda, ni a la quinta... tiene que clavarle catorce veces el cuchillo en la cabeza para que la mujer deje de darle patadas en los huevos... pero ahí no acaba la cosa, porque según parece la mujer tendría algún pariente que sería un pavo porque se lía a correr por el pueblo con la cabeza abierta y escupiendo sesos mientras el marido corre que te corre detrás de ella con el cuchillo en la mano y diciendo que es que estaba aburrido. Lo detuvieron cuando terminó por pisar el césped de la casa de alcalde.

Había oído esta historia un millón de veces y estaba convencido de que se la había inventado. Dentro de Walsh vivía un escritor de novela pulp frustrado. Un par de años después descubrí que la historia era cierta, y que la protagonista era su hermana pequeña.

El pecho izquierdo de Diane Tremayne había sido mordido. Como si lo intentaran arrancar a bocados.

Aunque la habían perforado de arriba a abajo, no estaba abierta lo suficiente como para tener que ir esquivando las tripas.

Y no había sangre.

- La han movido.
- Eres un genio,Cooper. Eso es de primero. No hay sangre, no la han matado aquí.
- ¿Tenéis alguna idea de dónde la mataron?
- Estamos trabajando en eso...
- Espero que Eloise no tenga que limpiar el lugar del crimen... debe de haber perdido toda la sangre allí.

Mirando el cadáver no podía decir que lo sintiera por ella. Lo que me irritaba era que cliente muerto no paga. Y yo pensaba sacar tajada de esta tajada. Lo suficiente como para pagar mis deudas y comprarme una camisa nueva. La vida no es justa. Saqué un cigarrillo. Mierda. Joder. Perfecto. Las cerillas estaban húmedas por culpa de la niebla.

- Mejor no fumes aquí, Cooper. Tiras una colilla sin querer y ya tenemos sospechoso. Vamos a tomar una copa y fuma todo lo que quieras.
- Una gran idea... y aprovecharemos para hacer un resumen de todo esto.

domingo, 19 de octubre de 2008

5. Un cadáver en la niebla I

Un policía desvió el taxi y tuvimos que aparcar a unas dos manzanas de treinta y nueve y Norton. La dirección que me había dado Walsh correspondía con un un solar sin edificar a las afueras de la ciudad. Desde hacía unos años corría el rumor que en ese terreno se proyectaba construir bloques de viviendas para los numerosos inmigrantes que llegaban a la ciudad; que esos nuevos ciudadanos dispusieran de un lugar digno para empezar una nueva vida. Sin embargo, hasta el momento sólo eran rumores y el terreo se pudría sin ser útil para nada ni para nadie.

Bajé del taxi. La noche se presentó a mis ojos cubierta con una espesa y pesada niebla. Fría como el pecho de una monja, sus miles de agujas perforaban el rostro clavándose en las mejillas como el desprecio de los episcopalianos en el alma por toda forma de vida ajena a la suya. Putos espiscopalianos... desde el asunto de Bismarck que no podía encontrarme con uno de esos hipócritas y no tener ganas de reventarles la boca a patadas y hacerles tragar tres o cuatro polacos. Saqué de mi bolsillo una pequeña petaca de bourbon y calenté el cuerpo. A medida que me acercaba a la dirección, mis ojos se iban acostumbrando a desentrañar las difusas formas que se alzaban ante mí. Vi los débiles rayos de luz de los reflectores y a mis oídos llegaron los gritos y los insultos del equipo forense. Toda la manzana estaba acordonada y cuatro de los policias más veteranos intentaban disuadir a golpe de porra e ironías a la masa de vecinos que pedían información y que clamaban justicia por la muerte de una desconocida a grito de muerte a los irlandeses. Además, que multitud de periodistas revoloteran por allí con sus preguntas y fotos no ayudaba a tranquilizar los ánimos.

Me acerqué al corón y me encendí un cigarrillo. Un poli bastante joven con una pinta de boy scout que hacía vomitar me detuvo clavándome la porra en el hombro.

- ¿Dónde cree que va?
Aparté de mi hombro la porra.
- El teniente Walsh me ha llamado. Soy Cooper.
- Como si es el papa de Roma o la mismísima virgen María. Por aquí no pasa nadie sin una autorización explícita.
- Tengo la autorización de Walsh. Él mismo me ha llam...
- Teniente Walsh para ti.
- ¿Es tu primer día en la unidad?
- Eso a usted no le importa. Por favor, póngase detrás del cordón.
- Mira chaval, te estás buscando un problema.
Se acercó a mí y sentí su aliento a enguaje vocal de fresa mezclándose con la niebla.
- ¿Quién me va a buscar un problema? ¿Tú, medio irlandés tarado? No se si te habrás dado cuenta, pero voy armado.
- Claro, claro.
Di un paso.
- ¡Qué te estés quieto, hostias!

El muy idiota había conseguido atraer la atención de un par de periodistas. Y precisamente uno de ellos era Jimmy Blakey, la estralla indiscutible del periódico sensacionalista Croth of the city. Blakey era un tipo alto y apuesto, el típico tio que se cree un galán de cine solo por medir cerca del metro noventa y tener los pómulos cincelados en ácero. Conocía a la perfección el poder que ejercían sus encantadores ojos azules en las bragas de las mujeres. Se ganaba la confianza de las madres que acababan de perder a alguna hija en manos de la mafia catalana con cuatro palabra amables y el cuento de su abuela enferma para, cuando estas madres estaban en la cocina preparando chocolate caliente, robar unas brahas de la hija.

- ¿Qué sucede, Cooper? ¿Problemas con la autoridad competente?
- Cállate Blakey.
El joven policía parecía confuso, pero no fue a buscar a Walsh. Supongo que intentaba aparentar lo que no era para luego explicarle la historia a su novia, una fea costurera que le dejaría tocarle las tetas por lo valiente que había sido. Decidí ahorrarle el trabajo de moverse. Le aparté con suavidad y empecé a andar. Me miró como si me hubiera pillado follándome a una sirena.
- ¡Alto!
Oi las fuertes carcajadas de Blakey.
- ¡Alto!
Volví la vista hacia donde había dejado al presidente de honor de la policía juvenil. Había desenfundado el arma y me apuntaba directamente al pecho. Las manos le temblaban más que una bailarina de striptease epiléptica. Suspiré.
-Guarda eso, puedes hacerte daño.
Un disparó resonó en el aire. Delante de mí una de las ruedas del camión forense empezó a desinflarse.

Volví donde estaba mi poli favorito. Lo encontré sosteniendo la pistola con las dos manos como si tuviera en ellas la polla de su mejor amigo. Sudaba como un negro en una reunión del Klan y su rostro estaba blanco como el culo de santa Úrsula cuando la violaban los hunos.
- Se me ha disparado sola - consiguió balbucear entre sollozos.
Le di un puñetazo. Si disparó un flash. El policía cayó al suelo y no se levantó. Quise coger a Blakey, pero éste y su fotógrafo corrían a furgoneta.

Entre la niebla adiviné el perfil de un cuerpo enorme que se abría paso entre el gentío imponiendo la autoridad de un titan. Era Walsh. Medía cerca del metro noventa y cinco y su peso se acercaba a los ciento treinta kilos de puro músculo. Su rostro era lo más parecido a una lápida que hubieran dejado mil años en manos de un picapedrero cojo. Se contaban miles de leyendas sobre él; si había aplastado la cabeza de un sospechoso como si fuera una manzana, que si otra vez había empalado a toda una banda de falsificadores de sellos canadienses. Razonablemente corrupto, conocía las reglas del juego. No preguntaba a quien no debía preguntar, detenía a los que tenía que detener y siempre tenía a mano a un par de inmigrantes para cargarles algún muerto. Pese a todo era un buen policía. Cuando el caso le importaba podía pasarse por sus enormes y peludos huevos todas las presiones que recibía. Nos habíamos conocido en la academia y desde entonces éramos amigos.

- Cooper, ¿me puedes decir qué ha sido ese disparo?
- Aquí el joven que se ha puesto nervioso. ¿Qué no habías dejado dicho que venía?
Walsh ignoró mi pregunta y se encaró directamente con el presidente de los boy scouts. Ésta, avergonzado, mantenía la cabeza baja y trataba de limpiar el uniforme entre las risas de sus compañeros.
- Ellroy, ¿qué has hecho? - su voz rompió la noche provacando el nacimiento de una nueva cordillera y las lágrimas del joven.
- Yo... lo siento mi teniente... pero él... bueno... le di el alto y... no quería...
- ¿No había dejado claro que si venía Cooper le dejarais pasar?
- Acabo de llegar y...
- Mejor te callas. Arregla el jodido uniforme, sécate las lágrimas y vuelve a tu puesto. Mañana pasa por mi despacho y hablaremos del asunto.
- Lo siento, teniente. Lo siento, sr. Cooper. No volverá a pasar.
- Eso espero.
Walsh esperó que el joven Ellroy se alejara para estallar en carcajadas.
- Suerte que a estos críos en la academia se les enseña de todo menos a disparar.
- No te pases mucho con él mañana.
- Tranquilo. Le asustaré un poco y ya está. Lo típico, ya sabes. Un par de gritos y un par de horas encerrado en una sala con los trasvestidos psicóticos que detuvimos ayer por la noche en el puerto.
- Nunca he entendido por qué soy amigo tuyo.

No dijo nada. Me cogió del brazo y empezamos a andar. Me llevó al centro de las luces. Allí la actividad era frenética. Un par de fotógrafos de la policía tomaban sus imágenes. Me pregunté cuántas de aquellas fotos estarían mañana en las primeras páginas de los periódicos. Un reducido grupo del equipo forense rastreaba la zona buscando huellas o algún rastro que pudiera decirles algo. Una pareja de polis intentaba interrogar a unos drogadictos que se apoyaban pesadamente contra una furgoneta.
- Abrid paso, muchachos.
El grupo se abrió.
- ¿Qué te parece?
Era sólo una sábana que una vez fue blanca. Walsh se inclinó. Alrededor de la sábana pude ver cuatro o cinco charcos de vómito. Cuando Walsh apartó la sábana lo entendí.

domingo, 12 de octubre de 2008

4. La santa espina III

Volví al despacho bien entrada la noche. Tras salir con todos mis miembros en su sitio de La santa espina, decidí dar un largo paseo por Camel park, una extensión de bosque de diez metros cuadrados que era el orgullo de la ciudad y al que se consideraba su pulmón verde. Fue un paseo tranquilo y sin incidentes salvo el encontrarme debajo de uno de los puentes con unos quince pandilleros que violaban a una cabra y a los que me vi obligado a enviar al hospital con varias conmociones y unos treinta litros de sangre menos. Mañana les enviaría flores a sus madres, si es que las conocían.

La noche era fría; húmeda como la entrepierna de una rubia ante un anillo de diamantes. Tenía tres meses para saldar mi deuda con los catalanes. Tiempo suficiente. Sacaría todo lo que pudiera de Diane Tremayne, alargaría el caso hasta que solo quedara de ella litros de grasa y un eterno agradecimiento. Y si esto no funcionaba siempre podía vender algunas de las fotos que guardaba en el archivo de casa. Vender un par de fotos de tal actor adorado por todas las madres haciéndole una mamada a su caniche, o a tal actriz infantil, adorable bailando en las escaleras de las casas de los pobres para alegrarles la vida, participando en una misa negra vestida de papagayo. Pero esto sólo en caso de extrema necesidad.

Miré el reloj que me había regalado mi abuelo justo angres de saltar embadurando en miel a una jaula llena de osos pardos neuróticos alimentados durante dos semanas de yogures desnatados.

Las tres y veinticuatro de la madrugada.
Cora aún estaría trabajando.

Enfilé hacia el despacho. Podría echar una ojeada a los informes que me había mandado Maire Loizeau. Trabajar un poco y olvidarme de que esta noche tampoco podría dormir.

La noche era demasiado tranquila.

Entre en mi despacho. Encendí la lamparilla de la mesa y un cigarrillo. Abrí una botella de bourbon. Me quité los zapatos y puse la radio. Empezó a oírse a Billie Holliday. Strange fruit. Abrí el sobre. Dentro encontré dos carpetas. Un par de hojas por informe y una fotografía. Marie era un encanto. Sabía lo poco que me gusta leer y me había hecho un resumen para tontos. Tenía que invitarla a cenar.

Anthony Lorre. Abogado pagado de sí mismo y convencido que entre sus piernas lleva un milagro de la naturaleza tal que justifica por sí solo nueve cruzadas más. Atractivo si a la tía en cuestión le gustaban los altos algo canosos, de sonrisa ancha, pecho grande y peludo. Eso sí, llevaba una pierna de madera porque la original la perdió en una salvaje orgía con azafatas de congresos. Se la arrancaron a bocados en un momento de incontrolable pasión. Un dato curioso es que cuando se pone nervioso sufre el conocido síndrome de Starr; una profunda dislexia verbal que hace que trabuque todas y cada una de las palabras que pronuncia. La única forma de superarlo es hacer una cruel imitación del presidente Roosevelt. No es mal abogado. Empezó una brillante carrera como criminalita, pero un turbio asunto con una menor, un oso de peluche y un pepinillo en vinagre estuvo a punto de hacerle perder la licencia. Le salvó el culo Ben Andrews. Y le ofreció un trabajo. Ahora se refugia en casos de asesoría fiscal, polizas, nominas y casos menores de borrachos que se la cascan en el metro. Un detalle: adicto a las apuestas ilegales en carreras de pingüinos. Y por lo que parece no soy el único que debe dinero a los catalanes.

Christine Davis. Secretaría. Unos veintinueve años. De buen ver. Se la podía llamar atractiva si uno iba suficientemente borracho. Bonitas caderas. Su propia madre la definía como "una zorra borde, cruel y fría". Internada de pequeña en un psiquiatrico por intentar matar a su hermano pequeño de una paliza con una zapatilla. Durante un tiempo trabajó de entrenadora de boxeo hasta que la echaron por cruel. Consiguió un trabajo de secretaria para la Benet Corporation, pero aspira a más. A mucho más. Se la conocen infinidad de novios, amantes y parejas. No parece tener un criterio claro porque se lo tira todo. Los últimos tiempos mantiene una relación más o menos estable con Anthony Lorre.

Y poco más. Pero era suficiente.

A veces me pregunto de donde puede sacar este tipo de información Marie. Mejor no preguntar si quería conservar la lengua en su sitio.

Me desperecé en la silla. Encendí un nuevo cigarrillo y llené hasta arriba el vaso de bourbon. Miré a través de la ventana. Una intensa niebla se deslizaba sinuosa entre las calles y los edificios, como una serpiente entre la fresca hierba. La noche era demasiado tranquila. Hacía un par de días que no oía los continuos pedos del griego del despacho de al lado. Mala señal.

El caso de Diane Tremayne estaba a punto de cerrarse. Solo había que saber sumar. Y mañana sería el día de repartir un par de hostias para que empezaran a hablar los que tenían que hablar. A pesar de todo había sido un caso sencillo. Apagué la luz de la mesilla y me relajé contemplando la calle, como ésta se contagiaba poco a poco de la niebla. Se ocultaban los edificios y el mundo desaparecía. El gris era un color maravilloso. Lleno de matices, de tranquilidad, de secretos. Contemplando como el gris se adueñaba de la ciudad, casi dejé de sentir ese dolor en el pecho. Sin saber muy bien cómo era posible, empecé a sentirme algo mejor. Sin darme cuenta me dormí.

Soñé con Cora.

Estábamos en un restaurante. Ella vestía de negro. Un vestido elegante, escotado hasta lo permitido. Cenábamos en silencio, mirándonos a los ojos. Feliz. Me sentía feliz en el sueño. Hasta que apareció una sombra. Intenté decirle algo a Cora, pero se me cayó la lengua al plato. La sombra disparó y los sesos de Cora hicieron de guarnición en mi plato a un entrecot poco hecho.

Me desperté y encendí un cigarrillo. Di un largo trago de bourbon.
El teléfono empezó a sonar.
- Cooper.
Una voz desconocida. Masculina. Agradable.
- Ha empezado.
Y colgó.

Media hora después volvieron a llamar.
- Cooper.
- Adivina quién soy.
Era Ralph Walsh. Inspector de policia y algo parecido a un amigo.
- ¿Qué pasa?
- Ven enseguida al descampado de la treinta y nueve y Norton.
- ¿Por qué? ¿Alguna de tus amigas ha vuelto a dejarte sin pantalones?
- No. Hemos encontrado un cadáver. Una mujer. Según parece era o es una de tus clientes. Los primeros indicios apuntan a que ha sido asesinada.



jueves, 9 de octubre de 2008

Nota al lector

Arreglado el tema de los comentarios. Lo tenía configurado en plan borde que te cagas y no se podían dejar. Ya está.

domingo, 5 de octubre de 2008

4. La santa espina II

Me desperté al oír una respiración. Abrí los ojos. Apoyado en el quicio de la puerta vi una figura que me resultaba ligeramente familiar. Sin dejar que mi cerebro relacionara lo que veía con alguno de los seres humanos que he ido conociendo, deslicé la mano bajo mi americana para coger la pistola.

Mi cartuchera estaba vacía.
Se encendió la luz del despacho.
Ante mí estaba Joel Oller, uno de los más fieles perros de Jaume Riba, jefe, padre y musa del cada vez más numeroso grupo de los catalanes.

Los catalanes era unos relativamente recién llegados al núcleo duro del crimen y la corrupción de la ciudad. Venidos directamente de un exilio por no se qué guerra en su país, en unos pocos años se habían hecho un nombre terrible en los barrios y en su historia no oficial; en esos hechos que nunca enseñaran en los colegios ni los turistas visitarán. Es muy poco tiempo expulsaron a los judíos de sus territorios de diamantes, trata de blancas y repostería, a los italianos del mundo de las drogas y la restauración y a los canadienses de todo lo relacionado con torturas innecesarias a carteros y crimines gratuitos y sin explicación racional. Cimentaron un prospero negocio basado en la extorsión, la violencia, el préstamo de dinero a altos intereses y una fingida predisposición a arreglarlo todo hablando alrededor de una copa de aromes de Montserrat. Se contaba de ellos que habían llegado a obligar a un pobre tipo a comerse sus propios pezones con cuchillo y tenedor por haberse retrasado diez minutos en el pago de sus deudas. Su lema, qui paga mana i com que aquí pago jo...

Y yo les debía dinero.

Joel me miraba sonriente mientras se limpiaba los dientes con un dedo.
- El senyor Jaume quiere verle, Cooper.
- ¿Ahora?
- Ahora le va bien al senyor Jaume. ¿A usted no?
No quería hacer enfadar a Joel. Aunque a primera vista pudiera parecer un mediomierda con su metro sesenta de altura y sus cincuenta y seis años, este tipo que tenía delante, que coleccionaba dedales de porcelana y lloraba con las películas de Shirley Temple, le había arrancado todos los dientes con unas tenazas oxidadas a un negro de dos metros, se los había hecho tragar, luego cagar con una ingesta masiva de laxantes para caballos, tragar de nuevo y obligarle a abrirse a sí mismo el vientre para recuperar los dientes porque no estaba seguro de que se los hubiera tragado todos. En efecto, uno había caído al suelo y lo tapaba una de las orejas del negro, por lo que éste se vio obligado a tragárselos de nuevo mientras con una mano se aguantaba las tripas que querían besar el suelo. Y todo esto colgado de una viga por la entrepierna.
- Le está esperando en La Santa Espina. ¿Me acompaña?
- Claro.
Me levanté y me arreglé la americana. Si tenía que ver a Jaume Riba quería estar mínimamente presentable. Al ir hacia la puerta me golpeé la rodilla contra la esquina de la mesa. Un golpe directo y brusco. Sentí un frío atroz que me rodeo la espalda y un dolor agudo e intenso como cuando por accidente entre un palillo en la pupila de un tipo que hace demasiadas preguntas.
Dos lágrimas descendieron por mis mejillas.
- No llore, señor Cooper. El senyor Riba será compasivo con usted. Le cae bien.
- Vamos.
Y cojeando salí de la oficina. Joel cerró la puerta y fue tras de mí.

La Santa Espina era un pequeño restaurante propiedad de Jaume Riba que se podría considerar como centro de negocios, tapadera y lugar de esparcimiento. Era un local pequeño perdido entre inmensos edificios de la zona financiera. Entre sus paredes se había intentado reproducir una pequeña Catalunya para que los exiliados encontraran parte de los referentes que la guerra y un océano les había hecho perder. Colgaban cuadros de algo llamado mongetes y que los catalanes adoraban por encima de todas las cosas, incluso por encima de una virgen negra que en un alarde de originalidad llamaban La Moreneta. Los domingos se reunían para bailar cogidos de la mano y subirse unos encima de otros para formar algo que ellos llamaban castells y yo llamaba gilipollas. En un rincón del restaurante había una reproducción de las montaña de Montserrat echa con palillos usados. Y lo peor de todo es que la única bebida que allí se servía era un infecto producto llamado ratafia.

Y sentado en una butaca, reinando, estaba Jaume Riba. Era un hombre corpulento, de enorme cabeza, enorma panza y enormes manos. En ese momento estaba haciendo llorar a un tipo de dos metros y medio vestido de ejecutivo y al que se le conocía como Jack "Pezón laxo"; asesino a sueldo y psicópata a tiempo parcial al que le encantaba coleccionar pezones de gata y coser el ojete de sus víctimas y esperar el tiempo que fuera necesario para verlas rebentar por dentro o echar la mierda por la boca.
Y este tipo estaba llorando. Y Jaume Riba gritaba como un loco.
- ¡Y cómo vuelvas a decir que regrese a Barcelona te hago colgar al triciclo de mi nieto y haré que te de una vuelta por la casa desgraciat fill de puta! Yo no soy de Barcelona... ¡me oyes! Soy de Igualada, la ciudad más bella y hermosa de la creación. Cuna de la civilización, tumba de faraones, donde están las mujeres más hermosas, los mozos más gallardos y las putas más baratas. Crisol de culturas, encrucijada de caminos. Rodeada de bellas montañas y con un preciosos y caudaloso río que hacemos servir para la navegación y el comercio marítimo. Como vuelva a decirme algo que relacione mis orígenes con Barcelona le juro que le haré sufrir de tal manera que sería capaz de follarse a su madre para que le dejara de golpear. Y ahora recoja sus dedos y salude de mi parte a su señora esposa.

Jack "Pezón laxo" pasó a mi lado sonándose los mocos en una manga teñida en sangre. Joel me miró sonriendo y me invitó a ocupar el asiento que minutos antes había ocupado el orgulloso Jack.
Me senté y encendí un cigarrillo. Jaume Riba se secaba el sudor con un pañuelo de encaje que le había hecho su madre amantísima. Me miró. Y sonrió. Le faltaban entre seis y quince dientes.

- Bona nit, Cooper. ¿Cómo está?
- Bien, gracias.
- ¿Y la familia?
- Muerta, sr. Riba.
- La familia es importante, Cooper. Sobre todo por los canelones.
- Eso he oído.
- Sí... hace bien en oír. El universo hace ruído y uno se confunde siempre de calcetines.
Calló unos segundos. Joel se quitaba de los dientes con un cuchillo de caza los restos de la última escudella.
- Cooper... Cooper...
- Así me llaman.
- He oído que me debes dinero.
Iba a decir algo, pero alzó la mano.
- Calla. Sé que me debes dinero... mil dólares que con los intereses suman treinta mil... ¿Para qué los querías?
- Tenía que hacer unas reformas en mi apartamento. Ya sabe, eliminar cucarachas.
- Es lo que tiene el cirílico... Y supongo que no saldarás la deuda esta noche, ¿verdad?
- No lo creo.
- Mala suerte, sí. Nunca me he fiado del jabón.
Se levantó y desapareció tras una puerta. Me encendí un cigarrillo y ofrecí uno a Joel.
- No.
- Como quieras.
El senyor Jaume reaparació al momento. Llevaba en sus manos unas tenazas, un barril de gasolina y un loro.
- Cooper... Cooper...
- No me gaste el nombre sr. Riba. A mi madre le costó elegir uno.
- Lo que te voy a hacer no me viene de gusto, de verdad. Pero ya sabes, son los negocios y las vegetaciones.
- Comprendo, señor. Todos tenemos una bala.
- Y un vaso de agua en la mesilla de noche evita la desidratación y las pesadillas. Bájese los pantalones, por favor. Va siendo hora de empezar a cobrar los intereses.
Me empecé a bajar los pantalones sosteniéndole la mirada y con la seguridad que proporciona unos calzoncillos limpios.
- Por cierto - dije - ¿cómo está María?
Sentí como Joel se tensaba. La lata de gasolina aplastó una de las colas del loro.
El senyor Jaume me miró con los ojos empapados en odio.
- Súbete los pantalones y largo. Me debes mil dolares. Tres meses.
Me subí los pantalones.
- Salude a María de mi parte.
Y salí de La Santa Espina después de jugar mi última carta con los catalanes.

María Riba era una de las nietas del senyor Jaume. Una buena chica de iglesia con el cerebro de una cigüeña y la personalidad de un pato de goma borracho que tuvo la mala suerte de enamorarse de un vendedor de aspiradoras. Y ya se sabe cómo acaban las historias cuando por medio corre un vendedor de aspiradoras. Una fuga, persecución por cuatro estados, tiroteos, más muertos de los que conviene, incendios, familias destrozadas, secretos de estado a la luz pública, decapitaciones y una muchacha arrepentida con tetas nuevas. Yo fui quien la restituyó al senyor Jaume después de encontrarla borracha como una cuba y con un colocón de cocaina que bastaría para alimentar a todo el congreso durante tres meses, atada y riéndose por todo en un cobertizo de cerdos con seis marineros turcos, tres budistas y dos cabras que sostenían en su boca una mazorca de máiz bañada en algo que parecía chocolate. El senyor Riba quedó en deuda conmigo. Y yo me la acababa de cobrar.