domingo, 5 de octubre de 2008

4. La santa espina II

Me desperté al oír una respiración. Abrí los ojos. Apoyado en el quicio de la puerta vi una figura que me resultaba ligeramente familiar. Sin dejar que mi cerebro relacionara lo que veía con alguno de los seres humanos que he ido conociendo, deslicé la mano bajo mi americana para coger la pistola.

Mi cartuchera estaba vacía.
Se encendió la luz del despacho.
Ante mí estaba Joel Oller, uno de los más fieles perros de Jaume Riba, jefe, padre y musa del cada vez más numeroso grupo de los catalanes.

Los catalanes era unos relativamente recién llegados al núcleo duro del crimen y la corrupción de la ciudad. Venidos directamente de un exilio por no se qué guerra en su país, en unos pocos años se habían hecho un nombre terrible en los barrios y en su historia no oficial; en esos hechos que nunca enseñaran en los colegios ni los turistas visitarán. Es muy poco tiempo expulsaron a los judíos de sus territorios de diamantes, trata de blancas y repostería, a los italianos del mundo de las drogas y la restauración y a los canadienses de todo lo relacionado con torturas innecesarias a carteros y crimines gratuitos y sin explicación racional. Cimentaron un prospero negocio basado en la extorsión, la violencia, el préstamo de dinero a altos intereses y una fingida predisposición a arreglarlo todo hablando alrededor de una copa de aromes de Montserrat. Se contaba de ellos que habían llegado a obligar a un pobre tipo a comerse sus propios pezones con cuchillo y tenedor por haberse retrasado diez minutos en el pago de sus deudas. Su lema, qui paga mana i com que aquí pago jo...

Y yo les debía dinero.

Joel me miraba sonriente mientras se limpiaba los dientes con un dedo.
- El senyor Jaume quiere verle, Cooper.
- ¿Ahora?
- Ahora le va bien al senyor Jaume. ¿A usted no?
No quería hacer enfadar a Joel. Aunque a primera vista pudiera parecer un mediomierda con su metro sesenta de altura y sus cincuenta y seis años, este tipo que tenía delante, que coleccionaba dedales de porcelana y lloraba con las películas de Shirley Temple, le había arrancado todos los dientes con unas tenazas oxidadas a un negro de dos metros, se los había hecho tragar, luego cagar con una ingesta masiva de laxantes para caballos, tragar de nuevo y obligarle a abrirse a sí mismo el vientre para recuperar los dientes porque no estaba seguro de que se los hubiera tragado todos. En efecto, uno había caído al suelo y lo tapaba una de las orejas del negro, por lo que éste se vio obligado a tragárselos de nuevo mientras con una mano se aguantaba las tripas que querían besar el suelo. Y todo esto colgado de una viga por la entrepierna.
- Le está esperando en La Santa Espina. ¿Me acompaña?
- Claro.
Me levanté y me arreglé la americana. Si tenía que ver a Jaume Riba quería estar mínimamente presentable. Al ir hacia la puerta me golpeé la rodilla contra la esquina de la mesa. Un golpe directo y brusco. Sentí un frío atroz que me rodeo la espalda y un dolor agudo e intenso como cuando por accidente entre un palillo en la pupila de un tipo que hace demasiadas preguntas.
Dos lágrimas descendieron por mis mejillas.
- No llore, señor Cooper. El senyor Riba será compasivo con usted. Le cae bien.
- Vamos.
Y cojeando salí de la oficina. Joel cerró la puerta y fue tras de mí.

La Santa Espina era un pequeño restaurante propiedad de Jaume Riba que se podría considerar como centro de negocios, tapadera y lugar de esparcimiento. Era un local pequeño perdido entre inmensos edificios de la zona financiera. Entre sus paredes se había intentado reproducir una pequeña Catalunya para que los exiliados encontraran parte de los referentes que la guerra y un océano les había hecho perder. Colgaban cuadros de algo llamado mongetes y que los catalanes adoraban por encima de todas las cosas, incluso por encima de una virgen negra que en un alarde de originalidad llamaban La Moreneta. Los domingos se reunían para bailar cogidos de la mano y subirse unos encima de otros para formar algo que ellos llamaban castells y yo llamaba gilipollas. En un rincón del restaurante había una reproducción de las montaña de Montserrat echa con palillos usados. Y lo peor de todo es que la única bebida que allí se servía era un infecto producto llamado ratafia.

Y sentado en una butaca, reinando, estaba Jaume Riba. Era un hombre corpulento, de enorme cabeza, enorma panza y enormes manos. En ese momento estaba haciendo llorar a un tipo de dos metros y medio vestido de ejecutivo y al que se le conocía como Jack "Pezón laxo"; asesino a sueldo y psicópata a tiempo parcial al que le encantaba coleccionar pezones de gata y coser el ojete de sus víctimas y esperar el tiempo que fuera necesario para verlas rebentar por dentro o echar la mierda por la boca.
Y este tipo estaba llorando. Y Jaume Riba gritaba como un loco.
- ¡Y cómo vuelvas a decir que regrese a Barcelona te hago colgar al triciclo de mi nieto y haré que te de una vuelta por la casa desgraciat fill de puta! Yo no soy de Barcelona... ¡me oyes! Soy de Igualada, la ciudad más bella y hermosa de la creación. Cuna de la civilización, tumba de faraones, donde están las mujeres más hermosas, los mozos más gallardos y las putas más baratas. Crisol de culturas, encrucijada de caminos. Rodeada de bellas montañas y con un preciosos y caudaloso río que hacemos servir para la navegación y el comercio marítimo. Como vuelva a decirme algo que relacione mis orígenes con Barcelona le juro que le haré sufrir de tal manera que sería capaz de follarse a su madre para que le dejara de golpear. Y ahora recoja sus dedos y salude de mi parte a su señora esposa.

Jack "Pezón laxo" pasó a mi lado sonándose los mocos en una manga teñida en sangre. Joel me miró sonriendo y me invitó a ocupar el asiento que minutos antes había ocupado el orgulloso Jack.
Me senté y encendí un cigarrillo. Jaume Riba se secaba el sudor con un pañuelo de encaje que le había hecho su madre amantísima. Me miró. Y sonrió. Le faltaban entre seis y quince dientes.

- Bona nit, Cooper. ¿Cómo está?
- Bien, gracias.
- ¿Y la familia?
- Muerta, sr. Riba.
- La familia es importante, Cooper. Sobre todo por los canelones.
- Eso he oído.
- Sí... hace bien en oír. El universo hace ruído y uno se confunde siempre de calcetines.
Calló unos segundos. Joel se quitaba de los dientes con un cuchillo de caza los restos de la última escudella.
- Cooper... Cooper...
- Así me llaman.
- He oído que me debes dinero.
Iba a decir algo, pero alzó la mano.
- Calla. Sé que me debes dinero... mil dólares que con los intereses suman treinta mil... ¿Para qué los querías?
- Tenía que hacer unas reformas en mi apartamento. Ya sabe, eliminar cucarachas.
- Es lo que tiene el cirílico... Y supongo que no saldarás la deuda esta noche, ¿verdad?
- No lo creo.
- Mala suerte, sí. Nunca me he fiado del jabón.
Se levantó y desapareció tras una puerta. Me encendí un cigarrillo y ofrecí uno a Joel.
- No.
- Como quieras.
El senyor Jaume reaparació al momento. Llevaba en sus manos unas tenazas, un barril de gasolina y un loro.
- Cooper... Cooper...
- No me gaste el nombre sr. Riba. A mi madre le costó elegir uno.
- Lo que te voy a hacer no me viene de gusto, de verdad. Pero ya sabes, son los negocios y las vegetaciones.
- Comprendo, señor. Todos tenemos una bala.
- Y un vaso de agua en la mesilla de noche evita la desidratación y las pesadillas. Bájese los pantalones, por favor. Va siendo hora de empezar a cobrar los intereses.
Me empecé a bajar los pantalones sosteniéndole la mirada y con la seguridad que proporciona unos calzoncillos limpios.
- Por cierto - dije - ¿cómo está María?
Sentí como Joel se tensaba. La lata de gasolina aplastó una de las colas del loro.
El senyor Jaume me miró con los ojos empapados en odio.
- Súbete los pantalones y largo. Me debes mil dolares. Tres meses.
Me subí los pantalones.
- Salude a María de mi parte.
Y salí de La Santa Espina después de jugar mi última carta con los catalanes.

María Riba era una de las nietas del senyor Jaume. Una buena chica de iglesia con el cerebro de una cigüeña y la personalidad de un pato de goma borracho que tuvo la mala suerte de enamorarse de un vendedor de aspiradoras. Y ya se sabe cómo acaban las historias cuando por medio corre un vendedor de aspiradoras. Una fuga, persecución por cuatro estados, tiroteos, más muertos de los que conviene, incendios, familias destrozadas, secretos de estado a la luz pública, decapitaciones y una muchacha arrepentida con tetas nuevas. Yo fui quien la restituyó al senyor Jaume después de encontrarla borracha como una cuba y con un colocón de cocaina que bastaría para alimentar a todo el congreso durante tres meses, atada y riéndose por todo en un cobertizo de cerdos con seis marineros turcos, tres budistas y dos cabras que sostenían en su boca una mazorca de máiz bañada en algo que parecía chocolate. El senyor Riba quedó en deuda conmigo. Y yo me la acababa de cobrar.

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