domingo, 28 de septiembre de 2008

4. La santa espina I

Entré en mi oficina a media tarde y pedí a Betty que llamara al Golden Rain para que me subieran un par de botellas de bourbon. Me miró con ojos suplicantes y movió sus gráciles manos. Entendí lo que quería decir; Betty se acababa de pintar las uñas y no las quería ver expuestas a ningún peligro que pudiera perjudicar tan magna obra maestra.

- Betty, corazón, cuando traigan las botellas tráelas a mi despacho. Y tráete el botiquín.
- Ajá, jefe. Pero...
- ¿Sí nena?
- ¿Cómo van a traerlas si aún no saben que tienen que traerlas?
- Porque ahora llamaré yo.
- Entiendo... bueno, la verdad es que no lo entiendo, pero me da igual.

Entré en mi despacho y me dejé caer pesadamente en mi silla. Llamé al bar y pedí a Lou las dos botellas. Lou me preguntó por el final de la historia de Betty. Le dije la verdad, que nunca la había escuchado entera porque Betty siempre se entretenía en los detalles físicos y húmedos de la anécdota.

Dentro de todo, había tenido suerte. La bala que me habían disparado en el metro no me había llegado a tocar, pero se incrustó en el pecho de madera de un indigente que había a mis espaldas. La madera se astilló y uno de los trozos me rozó la mejilla lo suficiente para que recordara a las verdaderas madres de todos los santos. Peor lo tuvo Miss Calabaza Borracha de Oklahoma, que estaba a mi lado y la mayor parte de las astillas fueron a parar a sus ojos. Cuando empezó a correr por el andén hacía honor al nombre de su premio, vestida de naranja, dándose golpes contra las paredes y perdiendo más sangre de la estrictamente necesaria. Sin embargo, aunque solo tenía un miserable rasguño, un dolor penetrante y agudo me torturaba el estómago como si en él tuviera una niña hiperactiva en pleno ataque de epilepsia. No era la herida lo que me dolía así.

Era mi orgullo.

Tantos años de experiencia y me había dejado tomar el pelo como un principiante. Busqué en mis cajones, pero solo encontré botellas vacías. Necesitaba un trago como nunca. Tendría que haberlo detenido justo cuando salió de la estación. Nada de seguirlo para que me llevara donde estaban sus cómplices, o amigos, o novia o confesor. Nada de esas chorradas novelescas que escriben tipos patéticos los domingos por la tarde en su casa y que no han echado un polvo en mucho tiempo.Tendría que haberlo cogido del cuello, meterlo en un coche y sacarle a hostias toda la información que me pudiera dar. Cerré los ojos intentando no pensar. Quería olvidar la humillación de ser detenido por los guardias del metro, dos viejos gordos y medio jubilados que dejaban ver parte de sus pañales. Me llevaron a una habitación y me hicieron mil preguntas para justificar mi actuación, ¿por qué había entrado en el metro sin comprar un billete? Esos enormes cerdos mirándome con el aire de superioridad que en su extraño mundo daba la edad. Tres horas retenido hasta que la policía se dignó a aparecer. Tres horas de mi vida perdidas solo para que dos abuelos tengan algo que contar a sus nietos en el lecho de muerte y no tener que admitir que su vida ha sido una total perdida de tiempo y que lo mejor que podían haber hecho era pegarse un tiro a los seis años para evitar al mundo tanto oxígeno malgastado. En cuanto llegó la policía me dejaron ir. Los conozco a casi todos y solo tuve que darles un informe muy superficial. Nada de detalles porque no quería dárselos y ellos no querían saberlos. Eran capaces de violar a sus madres con tal de ahorrarse escribir un informe. Me dejaron ir no sin antes recibir una reprimenda de los guardas. Que todos somos compañeros y que la próxima vez pida su colaboración. La próxima vez solo recibirían de mi una bala dentro de sus gordos y esponjosos traseros. Olvídalo.

Tenía que llamar a mi cliente y decirle que todo había salido mal. Que no había detenido al chantajista y que no había recuperado la carta. Me consolaba pensando que al menos había recuperado el dinero. Saqué el sobre de la gabardina y lo abrí. Varios vecinos me oyeron acordarme de las madres de los Papas. Lancé el sobre al otro lado del despacho.

Papel de periódico. Cincuenta mil dólares en papel de periódico. Mierda.

No se le había caído el sobre. Me había lanzado un sobre falso. El sobre de Diane Tremayne estaba dentro de una bolsa de papel y él solo me había lanzado un sobre. Había perdido unos segundos preciosos para recuperar el dinero de mi cliente. ¿Cómo había podido caer en un truco tan viejo? Me encendí un cigarrillo y recé porque Betty enterar en mi despacho trayendo consigo el movimiento de sus caderas y una botella de bourbon.

Como si hubiera oído mi oración, Betty entró con las botellas de bourbon, dos vasos y un botiquín.
- Para mí que el hijo de Lou es marica.
- ¿Por qué lo dices, cielo?
- No va el niñato y cuando me trae las bebida lo único que hace es mirarme a la cara...
- No se qué haremos con esta juventud.
Se sentó a mi mesa, cruzó sus largar piernas y me pasó la mano por el pelo.
- ¿Un mal día?
- He tenido algunos mejores.
- ¿Puedo beber contigo, Coop? A veces me siento sola en esta oficina.
- Claro, encanto. Sírvete tú misma.
Abrió la botella y llenó los vasos hasta que el bourbon rebasó. Propuso un brindis.
- Por nosotros, jefe.
- Y por las muchachas encantadoras de grandes pechos y risa fácil.
- Oh Coopy... gracias...
- Vamos, nena, no llores y arregláme esto.
Me quité una triste tirita de la mejilla. Una pequeña cicatriz de la que aun rezumaba un poco de sangre apareció ante Betty. Una cicatriz más. Junto con las de Manila ya hacían diecisiete.
- Jefe, ¿sabías que soy medio enfermera?
- No, ¿qué paso? ¿Tuviste que dejar los estudios?
- No exactamente, pero casi. Hace unos años me hicieron una prueba para Adiós a las armas y supongo que algo se pega.
- Eres un encanto, Betty.
- ¿Cómo te lo has hecho?
- Gajes del oficio.
- ¿No has pensado nunca en dejarlo y dedicarte a otra cosa? No sé, ¿leñador o conductor de ganado?
- No sirvo para esa clase de vida. Hay gente que nace para llevar una vida tranquila. Nacer, ir a la universidad, conseguir un buen trabajo y casarse con una chica decente. Montártelo en navidades con tu cuñada, tener hijos feos, entradas para el béisbol y morir viejo y satisfecho entre las tetas de tu enfermera. A veces sueño con una vida sencilla, pero en cuanto la tengo delante salgo huyendo como un judío de una reunión de antiguos oficiales de las SS. Creo que en la vida hay gente que nace para ser feliz y hay gente que solo nace. No sé si me entiendes...
- A la perfección, jefe. Yo, por ejemplo, no he nacido para llevar sujetadores. Hay mujeres que sí, que se ponen sujetadores y son felices y tal, pero yo no puedo. Yo necesito sentir mis pechos sueltos bajo las blusas o los jerséis, notar como se mueven y tiemblan al más mínimo gesto. Necesito sentir la suave presión de los pezones duros por el frío, necesito sentirme... en una palabra... libre. Ya estás curado, jefe.

Y me dio un sueve y fresco beso en la herida. Rellenó nuestros vasos y estuvimos charlando durante unos minutos hasta que Betty me pidió permiso para salir antes e ir a casa. Había quedado con un escultor de grullas rumano y quería pasar por casa para quitarse las bragas.

- Por cierto - dijo antes de salir -. Un mensajero te ha traído un sobre. Lo tienes ahí, donde está mojado de bourbon. Me dijo que de parte de la señorita Loizeau.

Los informes de Christine David y Anthony Lorre. Más tarde les echaría un vistazo. Betty salió dels despacho lanzándome un beso y me quedé solo. Descolgué el teléfono y marqué el número que me había dejado la señora Tremayne. Contestó un hombre.
- Se equivoca.
Y colgó.
Llamé de nuevo vigilando que cada número que marcaba coincidiera con el número que Betty me había dejado apuntado en la pared. No contestaban. Marqué una segunda vez y el resultado fue el mismo. ¡Qué demonios! Ya hablaría mañana con ella.

Me quité los zapatos y me dispuse a leer los informes. A los diez minutos estaba dormido.


domingo, 21 de septiembre de 2008

3. Consigna 1280 II

Durante un par de horas no se acercó nadie a la consigna. Miles de desconocidos pasaron ante mis ojos, pero mostraron el mismo interés por la consigna como por un indigente que estuviera muriendo entre vómitos y gangrena una iglesia el día de la comunión de una futura asesina en serie. Yo había tenido que cambiar un par de veces mi lugar de observación; quedarse más de media hora en un bar de estación, acostumbrados a clientes de whisky rápido antes de tomar el autobús, lo único que hacía era levantar sospechas. En el último bar llevaba casi una hora y el camarero había empezado a hacer demasiadas preguntas. Reprimí las ganas de meterle la cabeza en la freidora y sencillamente le pedí con toda la educación que me habían enseñado en la escuela parroquial que se metiera en sus asuntos si no quería empezar a servir los desayunos en silla de ruedas. Supongo que el camarero pensó que yo era un timador, un chulo o peor un policía de incógnito. Pagué lo que había tomado y acabé mi guardia apoyado en una columna cerca de la consigna 1280.

Había empezado el segundo paquete de cigarrillos cuando un hombre se acercó a la consigna. Era alto, corpulento. Renqueaba casi imperceptiblemente de la pierna izquierda. Me puse en guardia y noté como se tensaban los músculos de mi cuerpo. Llevaba el sombrero inclinado sobre la cara y la gabardina con las solapas levantadas. En su mano apareció una llave y abrió sin problemas la consigna. Sacó la bolsa y la perdió en un bolsillo interior de la gabardina.

Tiré el cigarrillo al suelo y me puse en movimiento. Me acompasé a su paso, rápido y seguro. Tranquilo entre la multitud que pobabla la estación. Salió de la estación. En cuanto se encontró en las calles su paso se hizo más sosegado. Se detenía de vez en cuando para observar las piernas de una mujer, las revistas de un quiosco o robarle maíz a un ciego. No conseguía verle el rostro y lo que veía podía pertenecer a cualquiera. Pero no me impacientaba. Lo importante era seguirlo sin que sospechara. Si se detenía, continuaba andando sin darle importancia. No esas estupideces que salen en las películas de girarse rápidamente o ponerse a observar con interés un escaparate de prótesis vaginales. Se sigue andando con normalidad y uno se detiene cuando ha pasado el objeto de su vigilancia. Se entra en una tienda o en un portal, y se continúa cuando la persona pasa por delante. Seguir a alguien es un trabajo sencillo y aburrido. Andaba con tranquilidad y encendía mis cigarrillos con calma, disfrutando de ese humo que podría lentamente mis pulmones y que gracias a quien sea acortaban mi vida un poco más. Caminamos durante unos quince minutos y si al principio no le di importancia, pronto me di cuenta que su camino era errático y carecía de sentido. Repetíamos las calles por las que ya habíamos pasado, giraba de improviso en callejones y acababa volviendo a las calles que rodeaban la estación y a volver a robarle un poco más de maíz al ciego. Se detuvo a ajustarse los calcetines y aproveché para encenderme un cigarrillo. Entonces echó a correr.

Me quedé plantado en mitad de la calle viendo como la gabardina se deslizaba con velocidad entre los cuerpos que iban y venían a nuestro alrededor.Durante unos instantes me quedé plantado con el cigarrillo colgando de mis labios y una mirada sorprendida en los ojos. Mordí el cigarrillo con rabia y empecé la persecución. Me había tomado el pelo. Había estado jugando al ratón y al gato, o a la puta y el marinero. Desde el principio había sabido que yo había estado siguiéndole. Me había estado mareando para conseguir que yo bajara la guardia; para que me confiara y pensase que me enfrentaba a un vulgar aficionado. Ya no importaba nada y salí a correr detrás de él sintiendo en mi costado los golpes rítmicos de mi pistola en la cartuchera. Era rápido. Pero yo lo era más. Poco a poco las distancias se iban acortando y tenía la esperanza de pillarlo en un par de manzanas, meterlo en un callejón y darles tantas patadas hasta que me suplicara entre lágrimas y los pantalones llenos de su mierda y me dijera si tenía algún cómplice, dónde estaba la carta y quién era Jack el Destripador. Quería pillarlo porque si se escapaba perdería el dinero de mi cliente y una oportunidad única para librarme de ella. Fuimos empujando y golpeando a los transeúntes que entorpecían nuestro camino. Me acercaba a él. Nos separaban unos pocos cuerpos y se le notaba que empezaba a sentir el peso de las piernas y que su cojera se hacía cada vez más evidente. Inclinaba el cuerpo hacia delante y sus pasos eran más pesados. Unos segundos y sería mío. Entonces dio un quiebro a su carrera e inició un descenso por las escaleras del metro. Las bajé detrás de él y lo alcancé para verlo saltar por encima de las barras. Pero saltó mal, su pie tropezó con la barra de metal y cayó de bruces al suelo. Se levantó deprisa. El sobre había caído. Salté la barra y me lancé sobre sobre. El siguió bajando las escaleras. Cogí el sobre y me alegré de haber recuperado por lo menos el dinero. Oí al guarda del metro gritar que me detuviera, pero no era momento para dar explicaciones a nadie ni ser cívico. Empecé a bajar las escaleras. El pasillo estaba a rebosar de cuerpos. Eran cabezas de ganado. Ladillas. Lo vi correr a lo lejos. Sabía que en unos pocos segundos se podía escapar. Corrí y corrí apretando con fuerza el sobre en la mano. El camino se bifurcaba. Sin pensarlo un momento cogí el camino que me llevaba al andén de la izquierda.

Una vez allí me detuve. Respiraba con dificultad y me sentí agotado, pero sabía que si estaba allí no podía ir a ningún sitio. El único camino de salida era donde yo estaba. Empecé a caminar lentamente por el andén. Había muchos hombres vestidos con gabardinas. Algunos no llevaban sombrero. Apoyados en la pared. Fumando o hablando solos. Dormitando con la cabeza apoyada en el compañero. Podía ser cualquiera de ellos. Mis ojos recorrían uno a uno buscando un indicio, una señal que me permitiera reconocerlo. Me encendí un cigarrillo. Un pobre se me acercó para pedirme unos centavos para un whisky. Decidí darle mi completa indiferencia y tirarlo a las vías del metro. Era imposible que lo hubiera perdido. Entonces mis ojos se fijaron en el otro andén. Apoyaba sus manos en la cara y parecía respirar con dificultad. A su lado alguien le hablaba, pero este hombre parecía ignorarlo. Llevaba gabardina. Tenía el sombrero en una mano. Su pelo estaba revuelto. Era él. Seguro.

Sin que me viera empecé a retroceder con la esperanza de llegar al otro andén antes de que el metro apareciera. Lentamente inicié mi camino sin querer mirarle de nuevo. No podía arriesgarme a que me viera e iniciar de nuevo una persecución. Cuando llegaba a la salida del andén oí un ruido a mis espaldas. Vi que en el andén de delante la gente empezaba a levantarse de sus asientos, a acercarse a las vías. El metro empezaba a llegar. Aceleré el paso sabiendo de antemano que no llegaría, sabiendo que era demasiado tarde, sabiendo que era imposible que lo detuviera. Pero quería verle la cara. Cuando se descubre quién es el chantajista pierde parte de sus armas. Solían ser unos cobardes y yo quería que supiera que sabía quien era y que su juego había terminado. Corrí y corrí y a mis oídos llegaba el ruido del metro cada vez más fuerte, cada vez más fuerte. Empujaba a la gente que se agolpaba a mi alrededor y al final decidí sacar mi pistola. Grité algún insulto y pidiendo paso y, en cuanto vieron mi pistola apuntando al frente, un camino despejado se abrió ante mí como si fueran las piernas de una puta de cincuenta dólares. Me sentí como Moisés.

Entré en el andén justo cuando las puertas de los vagones se abrían. Fui apartando a esos cuerpos intentando acercarme lo más posible a él. Vi su gabardina entrando en un vagón y apreté el paso en un esfuerzo que rayaba la desesperación. Llegué delante del vagón e hice un amago de entrar. Miré al frente esperando encontrarme con sus ojos. Y lo vi frente a mí. Vi su gabardina y su mano. Y vi la pistola que empuñaba.

Sonó un disparo.

domingo, 14 de septiembre de 2008

3. Consigna 1280 I

Llevaba en la estación de autobuses desde las ocho y media de la mañana. Había pasado la noche en vela por culpa de las llamadas de teléfono; sonaba el aparato y silencio. Primero no le di más importancia que la de una broma pesada de algún adolescente lleno de granos y las manos grasientas por la crema de manos de su madre, pero conforme iba pasando la noche empecé a preocuparme. Un cliente descontento, alguien que fue a la cárcel por mi culpa. O los catalanes. Aunque no era su forma de actuar, éstos preferían pegarte un tiro en la rodilla, cortarte una oreja y entonces ponerse a hablar e invitarte a alguna comunión. A las cuatro de la mañana, después de la llamada seiscientos cincuenta y tres, perdí los nervios.


- ¿Quién eres maldito hijo de puta? ¡Como te pille te juro que te meto una porra astillada por el culo hasta que la notes en el paladas y puedas adivinar la mierda del animal con la he embadurnado!

- ¿Una mala noche?

Era Maire Loizeau. Identificaría su voz en cualquier lugar aunque tuviera los oídos llenos de esperma de búfalo.

- Perdona Marie… el teléfono…

- Tranquilo, cariño, si yo te contara lo que sale por mi boca cuando recibo las facturas. Me dijeron que habías llamado.

- Sí. Necesito un favor.

- Dime.

Entre nosotros las cosas funcionaban así. Si uno de los dos pedía ayuda al otro, nada de preguntas.

- Información sobre dos personas. Christine Davis y Anthony Lorre. Ella es secretaria o algo así en una asesoría fiscal. Él es abogado.

- Me suena… creo que tuvo un problema hace unos años con un pepinillo, un oso de peluche y una menor… ¿Algo más?

- Que un día de estos me invites a cenar.

- Dalo por hecho, cielo.

- Gracias.

- Y Cooper… no vuelvas a hacer llorar a uno de mis ayudantes.

Y colgó. Algo parecido a un sudor frío me recorrió la espalda.

Desconecté el teléfono. Abrí una botella de bourbon y empecé a dedicar todos mis pensamientos a Adriana.


A la mañana siguiente, cuando el teléfono llevaba colgado diez minutos me llamó Eloise para decirme que le era imposible venir a limpiar la oficina y mi apartamento. Cuando le pregunté qué pasaba me dijo que nada importante, algo sobre la fianza de su madre. Ningún problema; mi apartamento podía aguantar otra semana de botellas vacías, agua estancada y mapaches.

Cogí mi sombrero y mi gabardina y me dirigí a la estación. Lo primero un buen desayuno. Encontré un bar abierto cerca de la estación. Era la típica cafetería especializada en aves nocturnas y perdedores. Una larga y estrecha barra y unas pocas mesas ocupadas por borrachos que dormían inmersos en su particular paraíso. Alguna cansada puta que se dejaba trabajar por el último cliente de la noche. Me quité el sombrero y lo dejé encima de la barra.


Se acercó la camarera. Era joven y casi llega a ser guapa. Se movía como tendrían que moverse todas las mujeres. Su cadencia la hacía ser elegante hasta con ese horrible uniforme. Me sirvió un café.

- ¿Qué va a ser?

- Solo café.

- Hacemos una tarta de cerezas deliciosa.

- ¿La haces tú?

Asintió.

- Entonces dame un pedazo.

Me sirvió la tarta.

Su aspecto y su olor se asemejaban a los residuos humanos que dejaban los adictos al opio. Ese olor me devolvió por unos instantes a las semanas vividas en Manila y al recuerdo de ella perdiéndose entre la niebla.

- ¿Qué te parece?

- El aspecto es horrible.

- El sabor es mucho peor. Lo siento, pero la cocina no es mi fuerte.

- Utiliza esto para cazar ratas – dejé la tarta en el plato después de desmenuzarla y ver como el plato se teñía con el color rojo de las cerezas -. Sírveme un bourbon y no le pongas agua. Ni hielo. Y empieza una botella nueva. Conozco los trucos que gastáis en estos antros.

Me sirvió la bebida.

Busqué en mis bolsillos el paquete de tabaco sólo para descubrir que me lo había dejado en casa junto con la ilusión por la primavera.

- Nena, ¿tenéis tabaco en esta cueva?

Me miró cansada y asintió.

- Dame dos paquetes.

Los tiró encima de la barra.

- ¿Me das uno?

- ¿No tienes tú?

- Los tengo en casa. El cabrón del jefe no nos deja fumar en el trabajo porque dice que causa mala impresión. Dime, ¿a ti te causa mala impresión verme fumar?

Tenía unos enormes ojos verdes con pintas amarillas. La boca fina y regular. La piel suave. La voz algo ronca, de contralto. Y su olor.

- A mi me gusta todo lo que hagas tú.

Sonrió.

- Salgo de aquí veinte minutos. Y vivo sola. Y no me gusta desayunar sola.

Encendí una cerilla. Se apoyó en la barra y encendió el cigarrillo mirándome directamente a los ojos. Su olor inundó mi vida.

- ¿Qué me dices?

- Lo siento, pero yo entro a trabajar dentro de veinte minutos. Y no puedo alejarme de la zona. Otro día.

- Como quieras. Me llamo Cora.

Me quedé en la cafetería hasta que vino la chica que sustituía a Cora. Habíamos estado hablando de nada en concreto y sin entrar en detalles personales. Cora tenía el tipo de belleza que me fascina en las mujeres. Era inteligente y divertida. Ella fumó a costa de mis cigarrillos y yo desayuné a costa del jefe. Cuando salió me dejó acompañarla un par de manzanas.

- Bueno Cooper. Cuando quieras que nos veamos para desayunar pasa por la cafetería. Serás bien recibido. Trabajo de noche. Pero los fines de semana y las mañanas podrían ser todas tuyas.

- No querría no dejarte dormir.

- Tranquilo, no duermo mucho.

Y empezó a alejarse de mí. Viendo deslizarse a Cora me sorprendí pensando que quizá todo no estaba perdido.


Tras dejar a Cora entré en la estación y entretuve unos minutos buscando la consigna. Cuando la encontré busqué el mejor sitio para controlarla y que me permitiera pasar desapercibido. Encontré ese lugar apoyado en la barra de un bar tomando un segundo desayuno a base de un combinado que me enseño mi abuelo y que él utilizaba para desinfectar las herramientas del campo, algo que incluía bourbon, ginebra y gasolina de mecheros.

A las once y cuarto la señora Tremayne entró en la estación de autobuses; justo dos horas después de lo acordado. Pensé que era una suerte que solo fuese un chantaje y no un secuestro porque a esta hora el rehén ya estaría haciéndole compañía a Jesús y a Hitler en el infierno. Vestía de negro, con una enorme pamela de la que se desprendía un velo que le cubría el rostro. Si su intención era no llamar la atención, no lo conseguía. Andaba pegada a la pared y su cabeza, como víctima de una extraña posesión diabólica, se movía de un lado a otro lado intentando adivinar de dónde podría venir la amenaza. En una mano sostenía una pequeña bolsa de papel donde supuse que llevaba el dinero. La otra mano estaba ocupada ocultándose tras el velo. Seguro que estaba matando las incontables lágrimas de pena y dolor que sentía por desprenderse de esa cantidad de dinero que podía haber invertido en peluquerías, zapatos o en la restauración completa del templo.


Si no fuese testigo directo de la aparición e la sra. Tremayne nunca hubiese creído que pudiera existir una persona tan estúpida y que entendiera menos la expresión pasar desapercibida. Incluso Betty saliendo desnuda de la ducha dando saltitos llamaría menos la atención en un convento de monjas maoistas. Protegía la bolsa contra sus pechos con la misma ansia que si fuesen su último par de pelucas y fuera a visitarla el soso de Robert Taylor. En un par de ocasiones rompió el murmullo general de la estación con dos fantásticos gritos. Gritó porque dos hombres se le habían acercado más de lo que ella consideraba prudente. Perdió unos minutos buscando la consigna. Tuvo que pedir ayuda a un mozo. Al fin encontró la consigna 1280. La abrió y procurando que nadie la viera, metió dentro la bolsa. Volviendo sobre sus pasos salió de la estación. Solo quedaba esperar.


jueves, 11 de septiembre de 2008

Nota al lector

¡Oh dilectísimo lector de estas aventuras y cuitas de nuestro detective favorito Cooper!

Permíteme unas palabras. A partir de este mismo momento queda abierta la veda de comentarios, sugerencias, propuestas, opiniones y requiebros. A partir del próximo capítulo tendréis la oportunidad de intervenir directamente en las aventuras de Cooper con vuestros deseos. Al ser ésta una novela pura y abiertamente comercial me plego ante los deseos de la masa lectora. Lo que querais leer, me lo decís y será añadido a la novela. Eso sí, con algunas reestricciones. Aunque os respeto y admiro, no puedo dejar el fruto de mi vida en manos de unas personas que leen este tipo de cosas en horas de trabajo.

Así pues una serie de normas:

1. No se permite nada que atente contra la estructura básica de la novela. Tengo el argumento mínimamente construido. Permite muchas libertades, pero con restricciones. Ejemplos: nada de ideas del tipo "Quiero que Cooper muera". No. Es el narrador. No va a morir. "Quiero que aparezca una invasión extraterrestre de flexos mutantes que lanzan pizzas". Esto es una estupidez y no va a pasar. "Me gustaría que aparecieran animadoras borrachas y con ganas de juerga". Esto es negociable.
2. Hay un personaje que es intocable. Betty. No os paséis con ella. "Pero es que yo quiero que aparezca desnuda pegando saltitos". Tranquilo, aparecerá.
3. Comentarios del tipo "Eres el mejor escritor de la historia", "Te deseo y quiero que ates y me hagas el amor de forma furiosa ", "Soy soltera y creo que eres un tipo superatractivo y me gustaría conocerte mejor... y con un par de copas en el cuerpo me vuelvo supercariñosa" serán aceptados e incluso premiados.
4. Se aceptarán y se animaran las discusiones entre los lectores. Si una discusión llega a niveles de violencia preocupantes, la liza se arreglara con el siempre democrático arte de la lucha en el barro.
5. En el fondo haré lo que me de la gana, pero, seamos sinceros, con comentarios esto puede ser muchísimo más divertido.

Y ya está. Nos vemos el domingo con una nueva entrega. Un abrazo a todos, pero más cariñoso a ellas.

domingo, 7 de septiembre de 2008

2. Contactos III

Eloise y yo comimos en un pequeño restaurante italiano cerca de la Benet Corporation con unas maravillosas vistas a un matadero de tortugas. Mi comida se redujo a una copa bourbon y un paquete de cigarrillos. Eloise estaba acostumbrada a mi dieta y no comentó nada, a diferencia de aquella medio relación que tuve con doce años que no podía parar de hablar y de explicar lo que comía, dejaba de comer y comentar su dieta macrobiótica a base de vomitos y lavativas orales. Para que se callara de una vez y me dejara tranquilo con la forma de vida que había elegido no me quedó más remedio que meterle siete hamburguesas a la vez por uno de sus orificios corporales y abandonarla borracha y disfrazada de oso panda en Tijuana.


Eloise pidió un plato de tortellini y un buen vaso de vino.

 ¿Qué te cuentas, Eloise? ¿Algo nuevo en el despacho del alcalde?

 Si yo hablara. Ese despacho es un nido de putas. Pero de mi boca no saldrá nada. No voy a ser yo la que tire piedras sobre su propio tejado. Criticar al jefe es como criticarte a ti misma y yo no soy de esas que van largando todo lo que saben al primero que encuentran. Dios me libre de hacer eso. Pero el alcalde… menudo es… Un putero con todas las letras. Con las siete. Nada más decirte que el otro día entro en el despacho y me dice mira Eloise, límpiame bien ese sofá que le han salido unas manchas muy raras y no se van con nada, ni con agua ni con soda, porque la soda mano de santo para las manchas, sobre todo de sangre porque hace años limpiaba en la casa de Toni “Dedos cerdos” Romano y cuando lo mataron a tiros a él, a toda su banda y a toda su colección de cerdos chinos pues adivina quien fue la guapa que tuvo que limpiar toda la sangre… pues yo… hala… que la poli será muy buena para lo suyo o de eso le gusta presumir, pero para coger un mocho, no, eso no, es que no lo dice el reglamente, reglamento te daría yo, porque como estaba la casa de Toni... no solo de sangre, no, que allí había de todo, como estaba tan gordo... era uno de los hombres más gordos que había visto en mi vida, pero no tanto como mi suegro, que el diablo lo tenga a su derecha, que mató a tres esposas intentado tener un heredero, pero bueno, esto ya se lo he contado antes... ¿por dónde iba? A sí, el alcalde, pues va y me dice que limpie la mancha y yo que me pongo dale que te dale y mira… manchas raras… una mierda de raras. Si yo ya sabía que era todo eso… si hasta aun olía… olía al cuarto de mi hijo pequeño que tiene catorce años y se pasa todo el día metido en su cuarto dale que te pego… sabía yo bien que era eso. No zumo, precisamente. ¡Pero si encontré unas bragas en la papelera! Y no era de la talla de su mujer precisamente. Un guarro, no te digo más. Un cerdo, con permiso de Toni que era el más cerdo de todos… ¡cómo se reía cuando se lo decía! Pero es que la alcaldesa…. qué bicho… es más idiota… para mí que tiene que llevar veinte años estreñida porque sino no se entiende la cara de contrahecha que me tiene… Me da una manía, pero en fin, de todo hay en la viña del señor, o eso dicen los curas, pero esos, bueno... para hacerles caso... y porque no me pongo a contar lo que sé de la alcaldesa… porque si no arde Troya… mucha afición a la hípica es lo que tiene, ya me entiende… Aunque te digo una cosa, el día que yo me decida hablar y explicarlo todo se cae esta ciudad a trozos.

 ¿Y qué tal por la Benet Corporation? ¿Algo que me puedas explicar?

Eloise me miró fijamente y por primera vez desde que nos conocimos permaneció más de cinco minutos en silencio.

 No hay mucho que explicar.

 Vamos, Eloise, en una oficina tan grande…

 Es que…

 Elosie… Sabes que somos amigos. Nada de lo que me cuentes saldrá de esta mesa. ¿Alguna vez te he engañado?

 No es eso, no es que desconfíe de ti. Es que allí dentro… Bueno… yo estoy bien, soy la fregona y nadie se mete conmigo. Es que allí no pasa nada, para ser una empresa tan grande…

 ¿Hay alguna asesoría fiscal o algo parecido?

 Uff… tres o cuatro.

 La jefa es una gorda inútil.

Eloise abrió enormemente los ojos al oír eso.

 Mira Cooper, no hables así de las personas que no conoces. La señora Cummings es una bellísima persona.

 Perdona, Eloise.

 ¿Y qué interés tienes tú en la señora Cummings? ¿No la querrás meter en un lío?

 No, es una información adicional para un caso.

 Pues la señora Cummings no tiene nada que ocultar, ¿vale? Y en la empresa no pasa nada importante.

 ¿Quién trabaja con la señora Cummings?

 Su secretaria, un abogado… buena gente… y su sobrino, pero son buena gente.

 ¿Me podrías hablar de ellos?

 ¡Son buena gente! No tienen nada que ocultar… y son mis amigos.

 Perdona, Eloise… solo una pregunta más, ¿trabaja allí dentro una tal Diane Tremayne?

Permaneció pensativa unos segundos.

 No. No conozco a nadie que se llame así. Pero allí dentro trabaja mucha gente. Y perdona por haberte hablado así… es que hablar mal de gente que quiero… no puedo hacerlo.

 No te preocupes Eloise. Sigues siendo mi ángel.

 Y usted, ¿no me cuenta nada?

Eloise no me había contado nada importante. Estaba completamente seguro que sabía a la perfección lo que pasaba allí dentro. Pero por algún motivo que solo ella conocía no quería decir nada. No iba a presionarla. De momento.


Era mi turno.

Un pacto es un pacto.


Me acomodé en la silla, me encendí un cigarrillo y le conté un caso que me contó un colega antes de que la mafia canadiense le colocará de un disparo los testículos por lentillas. Dos hermanas. Una hermana mata a la otra por envidia. Hasta aquí todo normal. Envidiaba a su hermana porque ésta había sido siempre la guapa de la familia, la que poseía ángel, la que enamoraba a todo el mundo, la que fumaba y no se le ensuciaban los dientes y la que tenía el pelo más limpio. Ella era la antítesis de todo eso. Durante toda su inútil vida fue acumulando un odio progresivo hacia la perfección de su hermana, hacia la fascinación que ejercía sobre sus padres, hacia el encanto, la simpatía y el amor que despertaba en todos los conocidos. Hasta que una noche le clavó un hacha a su hermana en los omóplatos y le arrancó el cuero cabelludo a mordiscos. Lo hizo pasar por un suicidio. La descubrieron porque en el entierro, cuando el cura dijo lo de “descanse en paz”, ella empezó a reírse y a reírse diciendo que ahora ella era la guapa de la familia y que por fin tenía el pelo limpio. La detuvieron. La interrogaron y llegaron a la conclusión, después de consultar con catorce psiquiatras, que sufría cuatro o cinco enfermedades mentales: quintuple personalidad (una mujer, un hombre, un bebé de meses, una princesa rusa y una puerta), ataques graves de esquizofrenia, un ego anormalmente disminuido, paranoia, manía persecutoria y veía a todas horas hombrecitos verdes.

Volví a mi despacho. Betty se había ido temprano porque había quedado con una pareja de hermanos siameses y tenía que encontrar a una amiga que quisiera salir con ellos. Me había dejado un mensaje escrito en la pared con barra de labios. Había llamado la señora Tremayne. Había dejado un número de teléfono. Llamé.

Al tercer timbrazo se oyó la voz de mi cliente.

 ¿Alò?

 ¿Qué quería señora Tremayne?

 ¿Quién es?

 Cooper.

 Oh… hola detective… - su voz adquirió el tono seductor de una gata atrapada en una prensa hidráulica.

 Sí, hola.

 ¿Cuánto tiempo, no?

 No el suficiente.

Se puso a reír como una hiena en celo que hubiera visto caerse a una vieja.

 ¡Qué gracioso es usted! No se porque intuyo que usted siempre me hará reír.

 Al grano, sra. Tremayne. ¿Por qué me ha llamado?

El todo de su voz cambió al instante. De ser una versión de dos dólares de Mata Hari pasó a convertirse en una emperatriz del dolor de ciencuenta centavos.

 Esta mañana he recibido otra carta. Piden 50.000 dólares. Que los lleve mañana a la estación de autobuses a las nueve de la mañana y deje el dinero en una consigna. Una vez echo que me vaya. Que no llame la atención y que vaya sola. Me han enviado una llave. Dicen que tire la llave una vez hay dejado el dinero, que no la tire antes, y esto lo han recalcado mucho. Pero, si tiro la llave, ¿cómo podrán abrir ellos?

 Supongo que tendrán una copia.

 Claro… es lógico… es usted increíblemente sagaz… ¿se dice así, verdad?

Suspiré.

 ¿Qué puedo hacer, sr. Cooper?

Y empezó a llorar. Largos y ruidosos sollozos desde el otro lado del teléfono. Sorbidos de mocos y retahílas de “Ay señor” y “Porque lo malo solo le pasa a las personas buenas”.

 Haga lo que le piden. Yo estaré vigilando la consigna. Veré quien recoge el dinero y todo habrá acabado. Tengo alguna idea de quién es el que está detrás de todo esto, pero aun es pronto para dar nombres. ¿Le ha comentado a alguien que me ha contratado?

 No, a nadie.

¿Tiene algún problema para conseguir el dinero?

 Ninguno. Tengo unos ahorrillos personales en el cajón de la lenceria, entre mis braguitas de fantasia...

 Por favor, señora Tremaine... no entre en detalles. ¿De acuerdo entonces?

 Completamente de acuerdo, sr. Cooper. Tengo miedo. Mucho miedo de lo que pueda pasar. Suerte que usted está de mi parte. Se le ve tan fuerte y seguro… Tan hombre… tan como lo que yo he estado buscando toda la vida… Y yo soy tan débil… tan femenina y necesitada de protección y amor.

 Sra. Tremayne, no estoy de su parte. Eso que quede claro. Estoy de parte de su dinero. Es mucho más bonito e inteligente que usted. Y discúlpeme. Con un poco de suerte mañana habrá acabado todo y solo nos volveremos a ver el día que cobre mis honorarios.

 Qué Dios le bendiga sr. Cooper.

Colgué.

Esta mujer me sacaba de quicio. Me encendí un cigarrillo. El griego de la habitación de al lado lanzó uno de sus ya famosos eructos que hicieron saltar un par de alarmas y que los perros y las viejas se creyeran que había llegado el día del juicio final. Me preguntaba que ocurría dentro de la Benet Corporation para que una sindicalista violenta como Eloise hablara bien de sus jefes. Eso no era normal. Y la imagen de David Gardfiel en el periódico… Realmente esperaba que todo acabara en un par de días. Mi vida era aburrida y sin complicaciones y así quería que siguiera.

Aunque Adriana podría complicarme un poco la vida.

No te ilusiones. Recuerda lo que les pasa a todas las mujeres que se acercan demasiado a ti.

Recuerda Manila.

Sonó el teléfono.

Contesté.

Antes de que yo pudiera decir Sprachgeschichte, colgaron.