domingo, 14 de septiembre de 2008

3. Consigna 1280 I

Llevaba en la estación de autobuses desde las ocho y media de la mañana. Había pasado la noche en vela por culpa de las llamadas de teléfono; sonaba el aparato y silencio. Primero no le di más importancia que la de una broma pesada de algún adolescente lleno de granos y las manos grasientas por la crema de manos de su madre, pero conforme iba pasando la noche empecé a preocuparme. Un cliente descontento, alguien que fue a la cárcel por mi culpa. O los catalanes. Aunque no era su forma de actuar, éstos preferían pegarte un tiro en la rodilla, cortarte una oreja y entonces ponerse a hablar e invitarte a alguna comunión. A las cuatro de la mañana, después de la llamada seiscientos cincuenta y tres, perdí los nervios.


- ¿Quién eres maldito hijo de puta? ¡Como te pille te juro que te meto una porra astillada por el culo hasta que la notes en el paladas y puedas adivinar la mierda del animal con la he embadurnado!

- ¿Una mala noche?

Era Maire Loizeau. Identificaría su voz en cualquier lugar aunque tuviera los oídos llenos de esperma de búfalo.

- Perdona Marie… el teléfono…

- Tranquilo, cariño, si yo te contara lo que sale por mi boca cuando recibo las facturas. Me dijeron que habías llamado.

- Sí. Necesito un favor.

- Dime.

Entre nosotros las cosas funcionaban así. Si uno de los dos pedía ayuda al otro, nada de preguntas.

- Información sobre dos personas. Christine Davis y Anthony Lorre. Ella es secretaria o algo así en una asesoría fiscal. Él es abogado.

- Me suena… creo que tuvo un problema hace unos años con un pepinillo, un oso de peluche y una menor… ¿Algo más?

- Que un día de estos me invites a cenar.

- Dalo por hecho, cielo.

- Gracias.

- Y Cooper… no vuelvas a hacer llorar a uno de mis ayudantes.

Y colgó. Algo parecido a un sudor frío me recorrió la espalda.

Desconecté el teléfono. Abrí una botella de bourbon y empecé a dedicar todos mis pensamientos a Adriana.


A la mañana siguiente, cuando el teléfono llevaba colgado diez minutos me llamó Eloise para decirme que le era imposible venir a limpiar la oficina y mi apartamento. Cuando le pregunté qué pasaba me dijo que nada importante, algo sobre la fianza de su madre. Ningún problema; mi apartamento podía aguantar otra semana de botellas vacías, agua estancada y mapaches.

Cogí mi sombrero y mi gabardina y me dirigí a la estación. Lo primero un buen desayuno. Encontré un bar abierto cerca de la estación. Era la típica cafetería especializada en aves nocturnas y perdedores. Una larga y estrecha barra y unas pocas mesas ocupadas por borrachos que dormían inmersos en su particular paraíso. Alguna cansada puta que se dejaba trabajar por el último cliente de la noche. Me quité el sombrero y lo dejé encima de la barra.


Se acercó la camarera. Era joven y casi llega a ser guapa. Se movía como tendrían que moverse todas las mujeres. Su cadencia la hacía ser elegante hasta con ese horrible uniforme. Me sirvió un café.

- ¿Qué va a ser?

- Solo café.

- Hacemos una tarta de cerezas deliciosa.

- ¿La haces tú?

Asintió.

- Entonces dame un pedazo.

Me sirvió la tarta.

Su aspecto y su olor se asemejaban a los residuos humanos que dejaban los adictos al opio. Ese olor me devolvió por unos instantes a las semanas vividas en Manila y al recuerdo de ella perdiéndose entre la niebla.

- ¿Qué te parece?

- El aspecto es horrible.

- El sabor es mucho peor. Lo siento, pero la cocina no es mi fuerte.

- Utiliza esto para cazar ratas – dejé la tarta en el plato después de desmenuzarla y ver como el plato se teñía con el color rojo de las cerezas -. Sírveme un bourbon y no le pongas agua. Ni hielo. Y empieza una botella nueva. Conozco los trucos que gastáis en estos antros.

Me sirvió la bebida.

Busqué en mis bolsillos el paquete de tabaco sólo para descubrir que me lo había dejado en casa junto con la ilusión por la primavera.

- Nena, ¿tenéis tabaco en esta cueva?

Me miró cansada y asintió.

- Dame dos paquetes.

Los tiró encima de la barra.

- ¿Me das uno?

- ¿No tienes tú?

- Los tengo en casa. El cabrón del jefe no nos deja fumar en el trabajo porque dice que causa mala impresión. Dime, ¿a ti te causa mala impresión verme fumar?

Tenía unos enormes ojos verdes con pintas amarillas. La boca fina y regular. La piel suave. La voz algo ronca, de contralto. Y su olor.

- A mi me gusta todo lo que hagas tú.

Sonrió.

- Salgo de aquí veinte minutos. Y vivo sola. Y no me gusta desayunar sola.

Encendí una cerilla. Se apoyó en la barra y encendió el cigarrillo mirándome directamente a los ojos. Su olor inundó mi vida.

- ¿Qué me dices?

- Lo siento, pero yo entro a trabajar dentro de veinte minutos. Y no puedo alejarme de la zona. Otro día.

- Como quieras. Me llamo Cora.

Me quedé en la cafetería hasta que vino la chica que sustituía a Cora. Habíamos estado hablando de nada en concreto y sin entrar en detalles personales. Cora tenía el tipo de belleza que me fascina en las mujeres. Era inteligente y divertida. Ella fumó a costa de mis cigarrillos y yo desayuné a costa del jefe. Cuando salió me dejó acompañarla un par de manzanas.

- Bueno Cooper. Cuando quieras que nos veamos para desayunar pasa por la cafetería. Serás bien recibido. Trabajo de noche. Pero los fines de semana y las mañanas podrían ser todas tuyas.

- No querría no dejarte dormir.

- Tranquilo, no duermo mucho.

Y empezó a alejarse de mí. Viendo deslizarse a Cora me sorprendí pensando que quizá todo no estaba perdido.


Tras dejar a Cora entré en la estación y entretuve unos minutos buscando la consigna. Cuando la encontré busqué el mejor sitio para controlarla y que me permitiera pasar desapercibido. Encontré ese lugar apoyado en la barra de un bar tomando un segundo desayuno a base de un combinado que me enseño mi abuelo y que él utilizaba para desinfectar las herramientas del campo, algo que incluía bourbon, ginebra y gasolina de mecheros.

A las once y cuarto la señora Tremayne entró en la estación de autobuses; justo dos horas después de lo acordado. Pensé que era una suerte que solo fuese un chantaje y no un secuestro porque a esta hora el rehén ya estaría haciéndole compañía a Jesús y a Hitler en el infierno. Vestía de negro, con una enorme pamela de la que se desprendía un velo que le cubría el rostro. Si su intención era no llamar la atención, no lo conseguía. Andaba pegada a la pared y su cabeza, como víctima de una extraña posesión diabólica, se movía de un lado a otro lado intentando adivinar de dónde podría venir la amenaza. En una mano sostenía una pequeña bolsa de papel donde supuse que llevaba el dinero. La otra mano estaba ocupada ocultándose tras el velo. Seguro que estaba matando las incontables lágrimas de pena y dolor que sentía por desprenderse de esa cantidad de dinero que podía haber invertido en peluquerías, zapatos o en la restauración completa del templo.


Si no fuese testigo directo de la aparición e la sra. Tremayne nunca hubiese creído que pudiera existir una persona tan estúpida y que entendiera menos la expresión pasar desapercibida. Incluso Betty saliendo desnuda de la ducha dando saltitos llamaría menos la atención en un convento de monjas maoistas. Protegía la bolsa contra sus pechos con la misma ansia que si fuesen su último par de pelucas y fuera a visitarla el soso de Robert Taylor. En un par de ocasiones rompió el murmullo general de la estación con dos fantásticos gritos. Gritó porque dos hombres se le habían acercado más de lo que ella consideraba prudente. Perdió unos minutos buscando la consigna. Tuvo que pedir ayuda a un mozo. Al fin encontró la consigna 1280. La abrió y procurando que nadie la viera, metió dentro la bolsa. Volviendo sobre sus pasos salió de la estación. Solo quedaba esperar.


3 comentarios:

Jordi Vivancos dijo...

Como lector fanático que soy de las aventuras de Cooper, quisiera aportar algunas ideas y sugerencias, si se me permite tamaña osadía:

1) A mi humilde modo de ver, a la historia le falta sexo. En verdad mucho sexo. Sexo y una buena persecución de coches. Diría más: ¿podría haber una escena de sexo durante una persecución de coches en la que acaba involucrada una ambulancia?

2) Me gustaría que apareciera un personaje disléxico, pero TREMENDAMENTE disléxico, que sólo logra hablar de manera inteligible cuando hace imitaciones de Roosevelt. Es importante que el personaje tenga una pata de palo. ¿Cómo perdió la pierna? Eso lo dejo al buen criterio del autor.

3) Me gustaría ver a Cooper derramar alguna lágrima (nada, una o dos), y a ser posible que no sea porque se ha quedado sin bourbon.

4) ¿Podría morir la Sra. Tremayne? Nada, con que muera una vez me conformo.

Gracias por su atención.

Jorge dijo...

Sus peticiones se atenderán puntualmente. Atención a las próximas entregas.

Suyo afectuosamente

El autor

Mara Oliver dijo...

Jooo, llego tarde a las peticiones y después de que Betty salga de la ducha dando saltitos se me ocurren tantas cosas, guarras todas para qué negarlo :P
Otro día volveré seguiré con la esperanza de ver actualizaciones del 2012 ;), por cierto Sprachgeschichte para todos (ya he visto que es algo lingüistico-histórico y no puede ser, deben de ser cervezas o Bourbon).