domingo, 21 de septiembre de 2008

3. Consigna 1280 II

Durante un par de horas no se acercó nadie a la consigna. Miles de desconocidos pasaron ante mis ojos, pero mostraron el mismo interés por la consigna como por un indigente que estuviera muriendo entre vómitos y gangrena una iglesia el día de la comunión de una futura asesina en serie. Yo había tenido que cambiar un par de veces mi lugar de observación; quedarse más de media hora en un bar de estación, acostumbrados a clientes de whisky rápido antes de tomar el autobús, lo único que hacía era levantar sospechas. En el último bar llevaba casi una hora y el camarero había empezado a hacer demasiadas preguntas. Reprimí las ganas de meterle la cabeza en la freidora y sencillamente le pedí con toda la educación que me habían enseñado en la escuela parroquial que se metiera en sus asuntos si no quería empezar a servir los desayunos en silla de ruedas. Supongo que el camarero pensó que yo era un timador, un chulo o peor un policía de incógnito. Pagué lo que había tomado y acabé mi guardia apoyado en una columna cerca de la consigna 1280.

Había empezado el segundo paquete de cigarrillos cuando un hombre se acercó a la consigna. Era alto, corpulento. Renqueaba casi imperceptiblemente de la pierna izquierda. Me puse en guardia y noté como se tensaban los músculos de mi cuerpo. Llevaba el sombrero inclinado sobre la cara y la gabardina con las solapas levantadas. En su mano apareció una llave y abrió sin problemas la consigna. Sacó la bolsa y la perdió en un bolsillo interior de la gabardina.

Tiré el cigarrillo al suelo y me puse en movimiento. Me acompasé a su paso, rápido y seguro. Tranquilo entre la multitud que pobabla la estación. Salió de la estación. En cuanto se encontró en las calles su paso se hizo más sosegado. Se detenía de vez en cuando para observar las piernas de una mujer, las revistas de un quiosco o robarle maíz a un ciego. No conseguía verle el rostro y lo que veía podía pertenecer a cualquiera. Pero no me impacientaba. Lo importante era seguirlo sin que sospechara. Si se detenía, continuaba andando sin darle importancia. No esas estupideces que salen en las películas de girarse rápidamente o ponerse a observar con interés un escaparate de prótesis vaginales. Se sigue andando con normalidad y uno se detiene cuando ha pasado el objeto de su vigilancia. Se entra en una tienda o en un portal, y se continúa cuando la persona pasa por delante. Seguir a alguien es un trabajo sencillo y aburrido. Andaba con tranquilidad y encendía mis cigarrillos con calma, disfrutando de ese humo que podría lentamente mis pulmones y que gracias a quien sea acortaban mi vida un poco más. Caminamos durante unos quince minutos y si al principio no le di importancia, pronto me di cuenta que su camino era errático y carecía de sentido. Repetíamos las calles por las que ya habíamos pasado, giraba de improviso en callejones y acababa volviendo a las calles que rodeaban la estación y a volver a robarle un poco más de maíz al ciego. Se detuvo a ajustarse los calcetines y aproveché para encenderme un cigarrillo. Entonces echó a correr.

Me quedé plantado en mitad de la calle viendo como la gabardina se deslizaba con velocidad entre los cuerpos que iban y venían a nuestro alrededor.Durante unos instantes me quedé plantado con el cigarrillo colgando de mis labios y una mirada sorprendida en los ojos. Mordí el cigarrillo con rabia y empecé la persecución. Me había tomado el pelo. Había estado jugando al ratón y al gato, o a la puta y el marinero. Desde el principio había sabido que yo había estado siguiéndole. Me había estado mareando para conseguir que yo bajara la guardia; para que me confiara y pensase que me enfrentaba a un vulgar aficionado. Ya no importaba nada y salí a correr detrás de él sintiendo en mi costado los golpes rítmicos de mi pistola en la cartuchera. Era rápido. Pero yo lo era más. Poco a poco las distancias se iban acortando y tenía la esperanza de pillarlo en un par de manzanas, meterlo en un callejón y darles tantas patadas hasta que me suplicara entre lágrimas y los pantalones llenos de su mierda y me dijera si tenía algún cómplice, dónde estaba la carta y quién era Jack el Destripador. Quería pillarlo porque si se escapaba perdería el dinero de mi cliente y una oportunidad única para librarme de ella. Fuimos empujando y golpeando a los transeúntes que entorpecían nuestro camino. Me acercaba a él. Nos separaban unos pocos cuerpos y se le notaba que empezaba a sentir el peso de las piernas y que su cojera se hacía cada vez más evidente. Inclinaba el cuerpo hacia delante y sus pasos eran más pesados. Unos segundos y sería mío. Entonces dio un quiebro a su carrera e inició un descenso por las escaleras del metro. Las bajé detrás de él y lo alcancé para verlo saltar por encima de las barras. Pero saltó mal, su pie tropezó con la barra de metal y cayó de bruces al suelo. Se levantó deprisa. El sobre había caído. Salté la barra y me lancé sobre sobre. El siguió bajando las escaleras. Cogí el sobre y me alegré de haber recuperado por lo menos el dinero. Oí al guarda del metro gritar que me detuviera, pero no era momento para dar explicaciones a nadie ni ser cívico. Empecé a bajar las escaleras. El pasillo estaba a rebosar de cuerpos. Eran cabezas de ganado. Ladillas. Lo vi correr a lo lejos. Sabía que en unos pocos segundos se podía escapar. Corrí y corrí apretando con fuerza el sobre en la mano. El camino se bifurcaba. Sin pensarlo un momento cogí el camino que me llevaba al andén de la izquierda.

Una vez allí me detuve. Respiraba con dificultad y me sentí agotado, pero sabía que si estaba allí no podía ir a ningún sitio. El único camino de salida era donde yo estaba. Empecé a caminar lentamente por el andén. Había muchos hombres vestidos con gabardinas. Algunos no llevaban sombrero. Apoyados en la pared. Fumando o hablando solos. Dormitando con la cabeza apoyada en el compañero. Podía ser cualquiera de ellos. Mis ojos recorrían uno a uno buscando un indicio, una señal que me permitiera reconocerlo. Me encendí un cigarrillo. Un pobre se me acercó para pedirme unos centavos para un whisky. Decidí darle mi completa indiferencia y tirarlo a las vías del metro. Era imposible que lo hubiera perdido. Entonces mis ojos se fijaron en el otro andén. Apoyaba sus manos en la cara y parecía respirar con dificultad. A su lado alguien le hablaba, pero este hombre parecía ignorarlo. Llevaba gabardina. Tenía el sombrero en una mano. Su pelo estaba revuelto. Era él. Seguro.

Sin que me viera empecé a retroceder con la esperanza de llegar al otro andén antes de que el metro apareciera. Lentamente inicié mi camino sin querer mirarle de nuevo. No podía arriesgarme a que me viera e iniciar de nuevo una persecución. Cuando llegaba a la salida del andén oí un ruido a mis espaldas. Vi que en el andén de delante la gente empezaba a levantarse de sus asientos, a acercarse a las vías. El metro empezaba a llegar. Aceleré el paso sabiendo de antemano que no llegaría, sabiendo que era demasiado tarde, sabiendo que era imposible que lo detuviera. Pero quería verle la cara. Cuando se descubre quién es el chantajista pierde parte de sus armas. Solían ser unos cobardes y yo quería que supiera que sabía quien era y que su juego había terminado. Corrí y corrí y a mis oídos llegaba el ruido del metro cada vez más fuerte, cada vez más fuerte. Empujaba a la gente que se agolpaba a mi alrededor y al final decidí sacar mi pistola. Grité algún insulto y pidiendo paso y, en cuanto vieron mi pistola apuntando al frente, un camino despejado se abrió ante mí como si fueran las piernas de una puta de cincuenta dólares. Me sentí como Moisés.

Entré en el andén justo cuando las puertas de los vagones se abrían. Fui apartando a esos cuerpos intentando acercarme lo más posible a él. Vi su gabardina entrando en un vagón y apreté el paso en un esfuerzo que rayaba la desesperación. Llegué delante del vagón e hice un amago de entrar. Miré al frente esperando encontrarme con sus ojos. Y lo vi frente a mí. Vi su gabardina y su mano. Y vi la pistola que empuñaba.

Sonó un disparo.

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