domingo, 28 de septiembre de 2008

4. La santa espina I

Entré en mi oficina a media tarde y pedí a Betty que llamara al Golden Rain para que me subieran un par de botellas de bourbon. Me miró con ojos suplicantes y movió sus gráciles manos. Entendí lo que quería decir; Betty se acababa de pintar las uñas y no las quería ver expuestas a ningún peligro que pudiera perjudicar tan magna obra maestra.

- Betty, corazón, cuando traigan las botellas tráelas a mi despacho. Y tráete el botiquín.
- Ajá, jefe. Pero...
- ¿Sí nena?
- ¿Cómo van a traerlas si aún no saben que tienen que traerlas?
- Porque ahora llamaré yo.
- Entiendo... bueno, la verdad es que no lo entiendo, pero me da igual.

Entré en mi despacho y me dejé caer pesadamente en mi silla. Llamé al bar y pedí a Lou las dos botellas. Lou me preguntó por el final de la historia de Betty. Le dije la verdad, que nunca la había escuchado entera porque Betty siempre se entretenía en los detalles físicos y húmedos de la anécdota.

Dentro de todo, había tenido suerte. La bala que me habían disparado en el metro no me había llegado a tocar, pero se incrustó en el pecho de madera de un indigente que había a mis espaldas. La madera se astilló y uno de los trozos me rozó la mejilla lo suficiente para que recordara a las verdaderas madres de todos los santos. Peor lo tuvo Miss Calabaza Borracha de Oklahoma, que estaba a mi lado y la mayor parte de las astillas fueron a parar a sus ojos. Cuando empezó a correr por el andén hacía honor al nombre de su premio, vestida de naranja, dándose golpes contra las paredes y perdiendo más sangre de la estrictamente necesaria. Sin embargo, aunque solo tenía un miserable rasguño, un dolor penetrante y agudo me torturaba el estómago como si en él tuviera una niña hiperactiva en pleno ataque de epilepsia. No era la herida lo que me dolía así.

Era mi orgullo.

Tantos años de experiencia y me había dejado tomar el pelo como un principiante. Busqué en mis cajones, pero solo encontré botellas vacías. Necesitaba un trago como nunca. Tendría que haberlo detenido justo cuando salió de la estación. Nada de seguirlo para que me llevara donde estaban sus cómplices, o amigos, o novia o confesor. Nada de esas chorradas novelescas que escriben tipos patéticos los domingos por la tarde en su casa y que no han echado un polvo en mucho tiempo.Tendría que haberlo cogido del cuello, meterlo en un coche y sacarle a hostias toda la información que me pudiera dar. Cerré los ojos intentando no pensar. Quería olvidar la humillación de ser detenido por los guardias del metro, dos viejos gordos y medio jubilados que dejaban ver parte de sus pañales. Me llevaron a una habitación y me hicieron mil preguntas para justificar mi actuación, ¿por qué había entrado en el metro sin comprar un billete? Esos enormes cerdos mirándome con el aire de superioridad que en su extraño mundo daba la edad. Tres horas retenido hasta que la policía se dignó a aparecer. Tres horas de mi vida perdidas solo para que dos abuelos tengan algo que contar a sus nietos en el lecho de muerte y no tener que admitir que su vida ha sido una total perdida de tiempo y que lo mejor que podían haber hecho era pegarse un tiro a los seis años para evitar al mundo tanto oxígeno malgastado. En cuanto llegó la policía me dejaron ir. Los conozco a casi todos y solo tuve que darles un informe muy superficial. Nada de detalles porque no quería dárselos y ellos no querían saberlos. Eran capaces de violar a sus madres con tal de ahorrarse escribir un informe. Me dejaron ir no sin antes recibir una reprimenda de los guardas. Que todos somos compañeros y que la próxima vez pida su colaboración. La próxima vez solo recibirían de mi una bala dentro de sus gordos y esponjosos traseros. Olvídalo.

Tenía que llamar a mi cliente y decirle que todo había salido mal. Que no había detenido al chantajista y que no había recuperado la carta. Me consolaba pensando que al menos había recuperado el dinero. Saqué el sobre de la gabardina y lo abrí. Varios vecinos me oyeron acordarme de las madres de los Papas. Lancé el sobre al otro lado del despacho.

Papel de periódico. Cincuenta mil dólares en papel de periódico. Mierda.

No se le había caído el sobre. Me había lanzado un sobre falso. El sobre de Diane Tremayne estaba dentro de una bolsa de papel y él solo me había lanzado un sobre. Había perdido unos segundos preciosos para recuperar el dinero de mi cliente. ¿Cómo había podido caer en un truco tan viejo? Me encendí un cigarrillo y recé porque Betty enterar en mi despacho trayendo consigo el movimiento de sus caderas y una botella de bourbon.

Como si hubiera oído mi oración, Betty entró con las botellas de bourbon, dos vasos y un botiquín.
- Para mí que el hijo de Lou es marica.
- ¿Por qué lo dices, cielo?
- No va el niñato y cuando me trae las bebida lo único que hace es mirarme a la cara...
- No se qué haremos con esta juventud.
Se sentó a mi mesa, cruzó sus largar piernas y me pasó la mano por el pelo.
- ¿Un mal día?
- He tenido algunos mejores.
- ¿Puedo beber contigo, Coop? A veces me siento sola en esta oficina.
- Claro, encanto. Sírvete tú misma.
Abrió la botella y llenó los vasos hasta que el bourbon rebasó. Propuso un brindis.
- Por nosotros, jefe.
- Y por las muchachas encantadoras de grandes pechos y risa fácil.
- Oh Coopy... gracias...
- Vamos, nena, no llores y arregláme esto.
Me quité una triste tirita de la mejilla. Una pequeña cicatriz de la que aun rezumaba un poco de sangre apareció ante Betty. Una cicatriz más. Junto con las de Manila ya hacían diecisiete.
- Jefe, ¿sabías que soy medio enfermera?
- No, ¿qué paso? ¿Tuviste que dejar los estudios?
- No exactamente, pero casi. Hace unos años me hicieron una prueba para Adiós a las armas y supongo que algo se pega.
- Eres un encanto, Betty.
- ¿Cómo te lo has hecho?
- Gajes del oficio.
- ¿No has pensado nunca en dejarlo y dedicarte a otra cosa? No sé, ¿leñador o conductor de ganado?
- No sirvo para esa clase de vida. Hay gente que nace para llevar una vida tranquila. Nacer, ir a la universidad, conseguir un buen trabajo y casarse con una chica decente. Montártelo en navidades con tu cuñada, tener hijos feos, entradas para el béisbol y morir viejo y satisfecho entre las tetas de tu enfermera. A veces sueño con una vida sencilla, pero en cuanto la tengo delante salgo huyendo como un judío de una reunión de antiguos oficiales de las SS. Creo que en la vida hay gente que nace para ser feliz y hay gente que solo nace. No sé si me entiendes...
- A la perfección, jefe. Yo, por ejemplo, no he nacido para llevar sujetadores. Hay mujeres que sí, que se ponen sujetadores y son felices y tal, pero yo no puedo. Yo necesito sentir mis pechos sueltos bajo las blusas o los jerséis, notar como se mueven y tiemblan al más mínimo gesto. Necesito sentir la suave presión de los pezones duros por el frío, necesito sentirme... en una palabra... libre. Ya estás curado, jefe.

Y me dio un sueve y fresco beso en la herida. Rellenó nuestros vasos y estuvimos charlando durante unos minutos hasta que Betty me pidió permiso para salir antes e ir a casa. Había quedado con un escultor de grullas rumano y quería pasar por casa para quitarse las bragas.

- Por cierto - dijo antes de salir -. Un mensajero te ha traído un sobre. Lo tienes ahí, donde está mojado de bourbon. Me dijo que de parte de la señorita Loizeau.

Los informes de Christine David y Anthony Lorre. Más tarde les echaría un vistazo. Betty salió dels despacho lanzándome un beso y me quedé solo. Descolgué el teléfono y marqué el número que me había dejado la señora Tremayne. Contestó un hombre.
- Se equivoca.
Y colgó.
Llamé de nuevo vigilando que cada número que marcaba coincidiera con el número que Betty me había dejado apuntado en la pared. No contestaban. Marqué una segunda vez y el resultado fue el mismo. ¡Qué demonios! Ya hablaría mañana con ella.

Me quité los zapatos y me dispuse a leer los informes. A los diez minutos estaba dormido.


No hay comentarios: